domingo, 26 de mayo de 2013

ESCRIBIR, en mi vida, se ha vuelto un trabajo a la intemperie, una labor que no entiende de circunstancias ni de condicionantes. Escribir mientras se vive, por entero y fortuitamente. Si antes lo hacía con cierta parsimonia, con la tranquilidad de las horas por delante, sin otros compromisos mayores, ahora E. y las labores cotidianas van cercenando ese espacio que, para uno, era casi sideral. 
Sin embargo, diré que es ahora cuando comprendo que escribir es una acción inaplazable, mucho más que en tiempos pretéritos. En estos meses se ha convertido no en una práctica, no en una manía, no en una necesidad: escribir se ha vuelto la vida misma, tanto como leer. 

Entre una actividad y otra media un matiz semántico poderoso. Mientras que la lectura virtuosa es siempre una acción trascendental y extraordinaria en la vida de alguien, escribir no lo es casi nunca y puede que nunca jamás lo sea. Anoto todo con E. golpeándome la cara, diciendo monosílabos incomprensibles y pidiendo mi atención, pero es ella misma la que ha trocado todo esto en una razón y una verdad insoslayables.

Hemos estado en Zahara de los Atunes y en Vejer de la Frontera. En Zahara una nube se acercó cuando estábamos en el Faro Camarinal: tenía barba y utilizaba unas gafas amarillas. Llegaba rodeada de rabilargos y salía de una casita verde o amarilla, no lo recuerdo. Nos dijo algo de la luz y de la alianza. Se fue pronto, pero sus palabras querían la esencia y deseaban la verdad.

 
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M.C. nunca había catado ni el pargo ni el borriquete. Así que cuando le pregunté a la camarera qué pescado de pieza tenía frecso, no lo dudé. El  pargo poseía todas las delicias de un lomo blanco y fresco, bien hacinado a la plancha y acompañado por un vino de Sanlúcar de Barrameda, Castillo de San Diego; ese maridaje es todo un gozo para el paladar. Acompañó al pargo unas alcachofas a la plancha, de dulce, y unos taquitos macerados de atún que despertaron las marismas y el océano en nuestras papilas. E. nos miraba gesticular, beber...en un momento del almuerzo, le ofrecí un poco de pescado y lo degustó con alegría. Quiso más y eso me gustó mucho; me emocionó que E. reconociera la fresca intimidad de los productos naturales y verdaderos y el sabor de mar en su pequeña boquita.