SUENA la obertura de Rienzi de Wagner. Tengo en las manos un
libro. Leo. Mientras tanto, la trompeta despliega su llamada bélica, su
llamada al encuentro con el destino. Releo el libro de Steiner La poesía del pensamiento y, a cada
paso, a cada línea, el autor ofrece una lucidez inusual. Palmo a palmo, trato de
aprender a no razonar con las palabras, de entender que la música es
conocimiento sin sentido unívoco y que la palabra quizás es nota a pie de
página, derivación, tangente de la razón, como estas mismas sucesiones y
destellos que solo traslucen los marros de un individuo.
Platón denunciaba toda palabra,
todo intento de someter la memoria a los plazos y los límites del verbo. Sin
embargo, Platón reservaba un resquicio a la palabra nutricia, a la semilla
inmortal que, de perenne, se hace uno en los otros sucesivamente, más allá de
los individuos concretos.
Siento que soy una voz perdida y
envilecida que tan solo sabe entonar la música de los otros. Y eso me desnuda y
me provoca un estupor y una maravilla. Pues, siempre he deseado, cuando
escribo, cuando leo, cuando soy, no ser nada, ser pluralidad, polifonía
armonizada. La dulición del yo en el plural es una anhelo que la música puso
por delante desde antiguo.
Tan solo me consuela aprender,
aprender. Sin más ni más. Para tal fin, debe uno tener a las claras sus insuficiencias. Como
Sócrates ante la muerte, aprender a tocar la flauta. ¿Para qué? No existe esa
cuestión en el conocimiento humano, no hay para
qué válido. Plantear sería errar en el comienzo de la búsqueda. Sócrates quiso, a lo mejor, aprender la difícil melodía de
flauta en la noche para ir encontrándose con el lenguaje más allá del lenguaje. Termina Rienzi y comienza Beethoven. El clarinete invade los ecos del sótano con los dedos rozando su cuerpo de ébano.