UNO de los momentos sublimes de Verdi es el comienzo de su Réquiem. Pareciera que la muerte lo envuelve en ínsulas de transparencia, tal que Bach en sus obras, tal que Mozart: imposible para los hombres. Son conjunciones musicales que conforman lo que Leopardi llamaba "el infinito".
Ya lo escribió en Zibaldone el propio poeta italiano: "La mente humana no puede aprehender el infinito". Es el acto supremo del arte: llegar a conformar lo que la mente nunca ha podido llegar a pensar, llegar a intuir. Esa es la música, esa es la esencia de los poemas que suponen la transformación del individuo. Acción que por griegos tuvieron siempre como principio de creación.
Conocida es la sentencia de Pascal que Leopardi tenía en mente de continuo y que acabo de volver a transcribir en el cuaderno amarillo: "Le silence éternel de ces esparces infinis m´effraye".
Sucede como una espasmo al tiempo, como una transparencia definitiva que perturba el entendimiento de los mortales. Un suceder a lo divino, a lo que no está sujeto a las leyes primarias. Es entonces cuando la composición, confusamente, se hace universal, permanente. Contiene ella el misterio todo, pero además el diáfano decir de lo verdadero y lo bello.