HAY libros a los que orilla uno en el momento idóneo, pasados los años; libros por los que pasó de soslayo, de los que ha leído un fragmento e, incluso, se conoce la trama o las acciones capitales. Hay libros que quedan a la espera de los hombres, que se cruzan en la vida de un lector ya novicio ya avejentado y que lo revuelve todo y le hace ver de forma diáfana que muchos fueron los itinerarios por los que no recorrimos nuestros días y muchas fueron las opciones que nos condujeron por un sentido y no por el otro de la vida. Hay libros cuyos textos jamás leeremos, también es cierto, y otros que leeremos en varias ocasiones, pero tanto en la acción de leer como en la ausencia de la lectura hay una renuncia y una convicción que provienen de lo que vamos siendo.
Hay libros como este de Apuleyo, El asno de oro o Metamorfosis, según se quiera en la historia de la Filología, que nos hubiera hecho afirmar otras certeza sobre qué es la literatura o qué pensamos sobre la modernidad o la antigüedad incluso; llevado más allá, nos hubiera hecho desembocar en escribir de otra forma, acaso con otros recursos y otra entereza.
Como dice Zweig en El mundo de ayer: "Los días memorables de la vida tienen una luminosidad más intensa que los normales" y hoy es uno de esos días luminosos en que, entregado al volumen de Apuleyo se descubre uno mismo, por entero, edificante, que late y piensa y siente.