sábado, 4 de septiembre de 2010

Hay libros que deben habitar una casa como meros objetos, como presencias vaporosas o fantasmas familiares. Libros que deben contenerse en una balda, mostrando tan solo en el lomo su título y quién los escribió. Como unas catacumbas antiguas, solo estarán ahí para convertir el hogar en una galería de testimonios, como un subterráneo a la vista. Porque es tan solo el testimonio la voz que anidará en el futuro.
Deberán mantenerse en la casa como los frescos antiguos y las monedas imperiales. Su uso deberá restringirse a la mera cita esporádica o al menos a la oxigenación de sus páginas. Su presencia no sólo justifica su elección sino nuestra existencia.

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Toda la prosa de Ramón Gaya se instala en una disputa interna entre el arte y el producto artístico. Llevo leyendo al magnífico pintor y excelente prosista varios meses y desde el principio no he tenido la capacidad de poder ofrecer una respuesta a esa clarividencia que ofrecen sus letras. No son estas un propósito inicial de esbozar una respuesta más o menos consensuada conmigo mismo. Únicamente me apetecía darle entidad literaria a esa disputa que tanto preocupó a quien admiro: “porque el arte, como se pensó, no es una corporeidad, sino una concavidad”.

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El artista grande, absoluto, persigue vaciar la realidad de ornamentos, de cosas terrenales, de vanidades, de objetos de paso, de engalanaduras tristes y modernas, de pisadas meramente humanas. Vacía, por el contrario, al arte de todo elo y lo ofrece en plenitud, todo él, sin límites, aprehendiendo los límites por los que nunca nadie imaginó que pudiera uno encauzarse.

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Cada vez me siento más aislado de todo. No tengo amigos severos y profundos, la literatura sigue remedando mis sombras en un diario. ¿Iré descargando en este diario mis inoportunos reclamos? He aprendido a no exigirle nada a la vida, porque la vida en sí no es nada. Sólo es producto de nuestra conciencia y de nuestra inteligencia. Por supuesto, lo trascendente es lo que aviva.

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