lunes, 11 de abril de 2011

Lo primero de hoy, escribir. Es como volver a respirar después de varios días de asfixia en que no he terminado ni una sola línea, como abrir la ventana y provocar que una bocanada de aire fresco y oxigenado lo invada todo. Volver a respirar. Inspirar y espirar, espirar e inspirar. Qué palabras más envolventes y literarias, eso de la inspiración como el soplo que penetra tenue y tremebundo, pero que acaba dando los frutos inciertos de la creación. Entiendo como Rilke defendía la respiración con tanta vehemencia como territorio literario.

Ahora, en este banco del parque aledaño a la calle central de la ciudad en la que vivo, junto a la librería, leo las páginas del nuevo volumen de Trapiello, Apenas sensitivo. Me observo como una de esas cartas desbarajadas, es decir, como una de esas páginas que pudiera ser todas o ninguna, como un holograma desmarcado de la conciencia del cosmos que se evade y se disgrega sin más ni más.

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Qué bonito está el campo por estas fechas, el campo que atravieso todas las mañanas. Ya sus lomas pobladas de encendidos trigales, ya su tierra preñada de semillas apunto de bullir. Todavía queda la humedad rezagada del agua que se resiste a ser evaporada, porque la tierra la ha expulsado de su seno. La luz del sol busca rasgar el terruño como si estuviera tañendo un instrumento vaporoso. Las raíces, huelo las raíces de los girasoles, su penetrante poderío…y la aurora, pletórica y sinestésica, la aurora que amanece cada vez menos en mis pupilas.

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Esta mañana, con el profesor y escritor J.C., en Lebrija. Un puñado de alumnos habían leído su libro de memorias ambientado en la ciudad de marras y esta mañana vino al centro a tener un encuentro con ellos. Es agradable su presencia, pues otorga aires renovados y una conversación alegre y abierta. Sin saber cómo, cada vez que nos vemos hay una afinidad entrañable, sobre todo por mi parte, que se refleja en enfervorizadas conversaciones sobre libros, poemas, poetas y otras cuestiones. No cabe duda de que este profesor y poeta es un lector de fondo, bibliófilo empedernido. Hoy, por ejemplo, me ha regalado los tres volúmenes que editó junto a J.L. sobre Joaquín Romero Murube, el escritor palaciego. Cuando he llegado a casa, M.C. se ha alegrado mucho ya que ella nació en la localidad sevillana del autor de Siete romances. Realmente, no hemos podido hablar de muchas más cosas, porque mi horario laboral no me lo ha permitido, pero nos hemos tomado algo al término del acto y aún tengo la sensación de que me espera, algún día, el día que lo llame y pueda acercarme a su finca, en Lebrija, una conversación grata, culta, amena, sobre todo porque pienso que este señor es músico y poeta y en sus palabras de madurez siempre habrá, a la espera, el rayo luminoso de la senectud.

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No me interesan nada los escritores de mi edad, quiero decir, los que son de mi quinta. Sé que, algún adelantado, saldrá diciendo que es conveniente saber qué hacen los otros, qué leen los otros o qué piensan los otros. Nada. Únicamente de los que son más avejentados que yo y poseen cierta cualidad para la literatura espero algo. Solo en ellos confío el criterio y los consejos, solo en ellos. Cuanto más joven, más vanidad y menos poesía.

Hace dos días, por diversos motivos, alguien me recordó unos versos de un cuaderno que me publicaron en los años de Facultad, cuando uno comenzaba a eyacular versos sin sentido y acaso sin poesía, por el mero placer de sentirse auspiciado por la creación. Los poemas que forman ese cuaderno son nefastos, pésimos, realmente horribles, aunque formen parte de una época anterior. Por este motivo, cuando me recordaron algún pasaje, sentí un estupor y una renuncia inauditos. Obviamente fueron escritos por uno, pero eso no implica que deban ser defendidos por uno, no es ese el caso. Si algo tengo que decir de todo aquello es que fue una etapa de acercamiento, de deslumbramiento por la palabra y, en más de una ocasión, he manifestado la necesidad de cursar esa etapa por el mero juego de la palabra. Y eso es, en definitiva, lo que se ofreció, juegos y jugueteos sin más sustancia que me aburren y avergüenzan.

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Como escribió Romero Murube, en el romance del crimen: “la sombra quedó cosida/ con el cuchillo, a la carne”. Mientras, suena todo el día Debussy, las entrañas de su fauno. Ahíto por el trasiego de estos días pasados me envuelvo en la prosa lírica del escritor palaciego. Es así, con la sombra pegada a la carne, como suceden estas jornadas de incipiente calorina. Como si hubiera perdido el cielo y ya solo quedara como agua que se lo lleva la tierra.

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