domingo, 3 de abril de 2011

Termino de leer las últimas páginas de una recentísima Historia de la literatura porque creo que, en esas páginas que atienden a lo más próximo, es donde mejor se puede calibrar la calidad del filólogo o del crítico de turno. Digo todo esto porque escribir sobre el inicio de la literatura española a comienzos del siglo XX no deja de ser un ejercicio de recopilación, comparación y exégesis de todo un material ya ejecutado. Sin embargo, en la nuevas voces de la lírica o de la narrativa y qué decir del teatro, un filólogo se la juega con sus escritos, sobre todo si el profesional se deja llevar por otras cuitas que no sean estrictamente las críticas y objetivas.

Decía que, en esta nueva Historia, los señores que se han encargado de prepararla ofrecen no pocas páginas interesantes y renovadas sobre ciertos temas ya manidos en la bibliografía. En cualquier caso, caen en falta, en estas páginas últimas, por redomados y replegados a la pura descripción de los fenómenos.

Parece que, para esos capítulos de la modernidad y la posmodernidad y las tecnologías se han apegado demasiado a describir lo que existe en el mercado. Han reducido la literatura del momento a una simple nómina de autores que tienen, por diversos motivos, éxito mediático. Llegan a nombrar a una poeta que es tan nefasta y tan triste y tan insípida y tan poco poeta como la punta de lanza de la lírica actual. Así, por otro lado, mencionan constantemente al señor de la Nocilla y a los adláteres. En definitiva, todo el mérito que podían tener las páginas remozadas sobre Trapiello, Marías, Gil de Biedma o el postismo fondean hasta lo más bajo al término del volumen.

En estos casos, siempre recuerdo a los grandes filólogos y críticos de la literatura española que, en mi opinión, siguen sin ser superados. Pongo por caso a Alarcos, quien escribió un libro magistral sobre un contemporáneo llamado Blas de Otero; o a Dámaso Alonso en cualesquiera de sus páginas sobre la poesía de sus propios compañeros de correrías; o a Carlos Bousoño, Rafael Lapesa, Eugenio de Nora, al polígrafo Alfonso Reyes o al mismo Ángel Rama u Octavio Paz. Ellos, entre otros tantos, supieron desgajar de la literatura de sus contemporáneos lo que de profundo, novedoso y eterno aportaban. Ahora, con estos libros de filología mercantil, lo que tenemos son someros y reciclados pensamientos sin fundamento que solo pretenden asentar una historia falsa y desacreditada de lo que es la literatura.

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Ayer, por diversos motivos, estuve leyendo algunos libros de poesía mientras lo que sucedía era lo más alejado de la poesía. Para ello, decidí llevar en la maleta libros de Luis Rosales y otros tantos que habían llegado desde La Isla de Siltolá. En relación a esta última, puede decirse que la colección va tomando las hechuras de un territorio poético de calidad y bien asentado, sobre todo por libros como el de de Antonio Colinas, La tumba negra. Este tipo de publicación alza a un catálogo a cotas muy notables y provocan en los lectores las expectativas más notables. El caso es que el libro de Luis Rosales, que se publicó hace poco en Cátedra, ofrece una versión muy convincente y bien preparada de La casa encendida, Rimas y El contenido del corazón.

Agarré el moleskine que me acompaña en estas lides y quise anotar aquellos versos que podrían formar una galería de cumbres versiculares, esto es, de versos que han embalsamado la sintaxis en un solo orden. Pensaba uno que los versos serían menos, quiero decir, que terminaría por anotar dos o tres versos de relumbre, de aquellos que sacuden la memoria y la conciencia y son capaces de agrietar la sombra de una mente acomodada. Antes al contrario, tengo ahora una reunión multitudinaria de versos que serán de otras creaciones, palabras que irán acomodándose en la poesía de otro, filtrándose en el imaginario de quien escribirá, si los astros lo permiten, las oscuras procedencias de una elegía contenida.

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Después de todo, como decía Hemingway, un libro terminado es como un león muerto, deja de tener importancia, porque la preparación, el estudio, la ejecución, el disparo, el peligro ya forman parte del pasado. Sin embargo, en la poesía no existe esa linealidad de la prosa. No hay quietud en la ejecución, porque nunca el alma fue una estatua quieta, sino más bien agua cambiante, principio activo, como dijo Darío, es carne viva. Desde este perspectiva, es probable que la terminación de un libro de poemas no sea más que el principio o acaso un principio que demuestra una incapacidad, pero, cuando este último caso es el resultado, más de un poeta piensa que no es posible alejarse de lo dicho. Yo digo ahora y aquí, bienaventurado el que se aleja de lo que nunca pudo ser poesía, porque de él podrá ser el reino del silencio.

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Qué plena la mañana con las luces plantadas como un himno secreto de los árboles. Qué plena y qué apaciguada la conciencia con tan solo un silbo peregrino de algún pájaro, con tan solo una rama abisal de la conciencia. Como una llamada de tumba en lo perenne, ha escandido lo oculto su presencia entre las manos abiertas de mi boca y entre la luz apaciguada de ciencia llena.

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