martes, 19 de abril de 2011

Son las cinco de la mañana. La noche se muestra reluciente, acaso inflamada por las nubes de acero. Las entrañas me duelen, mas no me resigno a levantar la cabeza y observar a M. dormitando en la oscuridad. Su respiración parece la de la madrugada, la de la noche blanca, la de la noche invadida de sueños y templos, de piedras y melancólicos jilgueros.

No puedo dejar de recordar que el manuscrito de San Juan, en Sanlúcar, ya puede visitarse. Así lo han decidido las carmelitas descalzas que lo custodian desde siempre. Toda la noche pensando en este encuentro que me persigue desde que fui niño, desde que alguien mencionó su presencia no ha dejado de estar en mi vida la figura del poeta y del místico. De una u otra forma, turbado en una candente ensoñación, el mundo ha dejado de ser mundo para poder escucharlo, ha dejado sus bagajes y sus pertrechos de insólita tierra para adentrarse en mí, profundo, delicuescente, hasta decirme las palabras secretas que dirán lo que fuimos. Hoy tengo el secreto guardado de mí mismo... y sigue M. durmiendo como una música de Corelli que se pronuncia eternamente en la respiración de la noche.

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Acaso la armonía es la estancia de la palabra poética. La que sostiene la arquitectura de la belleza implícita. La armonía entendida como la trayectoria ajustada de los sonidos o las renuncias, porque en ella siguen existiendo los silencios. La armonía con su poliédrica faz, con su incalculable designio. Como una vasta aurora, nos precipitamos en ella cuando la advertimos, pero qué difícil su acechanza, qué difícil aprehenderla y decirla y silabearla.

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Libros amontonados encima de la mesa. Páginas de hombres diversos que fueron el mismo. Volúmenes que aguantan la imprudencia del deseo. Sostengo uno con mis manos y el resto los mantengo en vilo con el alma. Es tiempo ya de renuncias y esa es la vejez. Porque uno no puede escribir sus memorias en la juventud, solo le queda inventárselas, pero, ¿qué se hace en la vejez si no reinventar lo ya vivido? Al fin todo se iguala, como en los versos de Manrique, y es la edad lo que nos reconoce como hombres, la edad del espíritu, digo, la interna música que nos hace fugitivos y tiernamente muertos de antemano.

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Debe ser este cielo turneriano que observo en la desembocadura lo que me hace variar la sintaxis. La retuerce hasta que expulsa un rojo de ceniza. Incluso la semántica, esa franja de la palabra pensada, esa estancia del verbo en la idea, la reconozco impropia. Pero es necesario, de vez en cuando, airear lo que siempre decimos, porque siempre decimos lo mismo. Dar nuevos giros y bríos en la espesura de un diario. Elipsis de verbos, anáforas incesantes, oxímoros que completen el absurdo. Como ahora, que duermo en la mañana el sueño de la noche y soy el horizonte en que se vierten las miradas del que fui.

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