Esta tarea diaria que termina en una forma breve. Este arte de la fuga, esta sazonada trabazón del pensamiento en palabras, en terribles palabras como odio, muerte, amor o virtud. Esta sucesión sintáctica de emociones.
La vida es un cuarto de hotel al que nada ni nadie le pertenece. Unos entran y salen, otros jamás nos visitan. Ni siquiera los objetos que nos acompañan son perennes, ni siquiera la costumbre es la misma. Somos un factor de la vida, ésa es nuestra posición. ¿A qué se pertenece, entonces, si no se posee nada, si no se posee más que un amor, unos libros y algunos hábitos?
Y siempre la oralidad. Escribir es dotar de sintaxis a la oralidad, pero no destruirla. Un buen texto consiente la lectura en voz alta al igual que una buena historia contada es apta para ser escrita.
La vida es un cuarto de hotel al que nada ni nadie le pertenece. Unos entran y salen, otros jamás nos visitan. Ni siquiera los objetos que nos acompañan son perennes, ni siquiera la costumbre es la misma. Somos un factor de la vida, ésa es nuestra posición. ¿A qué se pertenece, entonces, si no se posee nada, si no se posee más que un amor, unos libros y algunos hábitos?
Y siempre la oralidad. Escribir es dotar de sintaxis a la oralidad, pero no destruirla. Un buen texto consiente la lectura en voz alta al igual que una buena historia contada es apta para ser escrita.
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Hay rasgos en la cara de un muerto que sólo le pertenecen a la muerte: la palidez, la verdad, el recogimiento. También hay rasgos, como un maquillaje, que sólo le pertenecen a los vivos. Pero los vivos dejamos, hace tiempo, de hacer honor a nuestro estado. Con el tiempo, los rasgos han ido equiparándose y ya poco se puede decir de poca gente. Sólo hay un puñado de virtuosos y, cuando hablamos con ellos, notamos que su rostro encierra una secuencia extraña de la condición humana, que sus gestos, sus palabras y su templanza ante la vida, parecen que nos hablan con una claridad meridiana: la claridad de saberse vivos. Esa pertenencia a la vida es fruto de la conciencia y la conciencia deviene del pensamiento.
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Sólo una mente pensante adquiere el color de los vivos, que es el color de los muertos en vida.
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Durante el mes de febrero de 1986, después de la muerte de su mujer, Márai sólo reflexiona sobre estas veleidades de la vejez. Está triste, deprimido, profundamente apenado. Asiste a la incineración de su mujer con la carga moral de un vencedor. Tal la inhumación, tal el arrojamiento de las cenizas al océano. Un acto de recogimiento oceánico es la muerte para Márai, un ir y venir entre las aguas. Márai: “Como si todo el maquillaje de la vida –ira, dolor, alegría, tristeza-, todo lo que reviste el rostro humano, se hubiera borrado. Sólo capté en ella la serenidad y la nobleza, dos rasgos que siempre quedan ocultos en la cara de los vivos”.
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La muerte de una persona amada supone la muerte de la pluralidad que nos configura. Porque somos en el otro y no llegamos a ser sin el otro. Como escribió Octavio Paz en Piedra de sol, voy por tu cuerpo como por el mundo, el mundo nace cuando dos se besan… y en ese nacimiento también hay una separación, en ese deambular por el mundo hay un extravío. El mundo se vuelve singular, se percibe desde la primera persona, cuando uno muere. Y la viudez es el estado del alma del solitario, del que sólo vierte en la realidad la mirada de uno.
El Diario de Márai está escrito ahora por una persona rabiosa, desquiciada, que busca la muerte con el tatuaje de su ira. Y entonces habla y escribe, se aísla del mundo como un astronauta que ha perdido la gravedad. “El dolor, como un perro rabioso, me asalta inesperadamente en la oscuridad, me pega un mordisco que me arranca un grito. Después desaparece y otra vez se instala la indiferencia ante el mundo”. Es el nihilismo figurado en el rostro de Márai el que le otorga un color, el color de un estado inhumano.
El Diario de Márai está escrito ahora por una persona rabiosa, desquiciada, que busca la muerte con el tatuaje de su ira. Y entonces habla y escribe, se aísla del mundo como un astronauta que ha perdido la gravedad. “El dolor, como un perro rabioso, me asalta inesperadamente en la oscuridad, me pega un mordisco que me arranca un grito. Después desaparece y otra vez se instala la indiferencia ante el mundo”. Es el nihilismo figurado en el rostro de Márai el que le otorga un color, el color de un estado inhumano.
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