martes, 26 de mayo de 2009

Los trazos del hogar en el firmamento. Los girasoles.


En poesía, la sílaba es una afirmación esdrújula.

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¿Se puede leer una casa? Según Gaston Bachelard la casa posee una poética que ofrece un diagrama sentimental del escritor. Asimilando estas palabras, me he tomado unos minutos para observar el orden de mi casa, que es el orden de mis libros. Y me he acordado de la casa de Lezama Lima, en Cuba, cuya disposición influyó sobremanera en la escritura de Paradiso.
Observo mi casa y contemplo la tarde. Hoy he visto cómo estallan los girasoles en si heliofilia de primavera, cómo los campos son fecundados por el verde, asfixiados por el calor sofocante del sur. Y en mi casa el orden es intacto. Levantar un libro de su estante es detonar la fuerza del universo.

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El año pasado, por estas fechas, ya teníamos preparado el viaje a Italia. Por supuesto, compramos libros relacionados con el viaje y uno de los que M. leyó fue Venecia, Tintoretto, de Jean-Paul Sastre (Madrid, Gadir, 2007). Urgo en las líneas del libro en busca de un subrayado, de una pista que ella haya querido dejarme a sabiendas de mis manías. El libro contiene dos ensayos, uno dedicado a Tintoretto, titulado "El secuestro de Venecia" y el segundo, dedicado a la ciudad, "Venecia desde mi ventana". Completan el libro unas ilustraciones con cuadros de Tiziano, Tintoretto y Veronese.
Me he quedado leyendo el libro un buen rato. Lo he leído como un rapto en el serallo, como una novela policíaca repleta de psicología: el secuestro que perpetró Tintoretto sobre Venecia. Ella es su museo, ella le pertenece, todo el que quiera conocer su pintura no puede más que desplazarse hasta la ciudad italiana.
El libro, al abrirse, remoza un aroma de salitre, de mar antiguo: el fiero aliento de las sentencias de Sartre.

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¿Posee la muerte un momento exacto de aparición? Pongamos por caso que asistimos a unas clases de suicidio, que participamos en unas sesiones teóricas y prácticas de lo que sería el buen morir o el morir efectivo. Pongamos el caso de que participamos en unos cursos que nos enseñan cómo disparar nuestra pistola para que no falle a la hora de ejecutar la última voluntad, como si la voluntad hubiera estado alguna vez enumerada o como si tuviésemos al morir conciencia de esa voluntad. El 18 de junio, Márai se dirije a las afueras de la ciudad, a un campo de entrenamiento. Está aprendiendo a disparar para no fallar en el intento.
Obviamente, me quedo perplejo ante esa paciente actuación del escritor Húngaro. A estas alturas, se sabe de antemano que va a disparar su pistola, ¿cómo Van Gogh, saldrá al aire limpio del campo americano a pegarse un tiro en el pecho?
A pesar de su senilidad razonada, Márai siugue leyendo El Quijote. Y, a veces, pienso sobre qué fragmentos pudo haber leído en esos últimos meses de su vida. ¿La cueva de Montesinos, el galope imaginario sobre Clavileño, el espisodio de los galeotes, acaso releyendo la muerte de Don Quijote mientras Sancho le impreca para salir al campo disfrazado de pastores?
De cualquier manera, días más atrde, el 4 de julio llega a afirmar: “Creo que no existe un momento exacto en que uno deja de existir. La muerte es un proceso acompasado que cuando ya parece haberse producido, sigue ocurriendo”. Y ahí cierro el libro, como el que se ha tomado un vaso de absenta y comienza a tener alucinaciones.
*Ilustración, Tintoretto, 1545, Venus, Vulcano y Marte.

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