1 de enero de 1985. A principios de 1985, aún persiste en la sesera de Márai la idea de su finitud. Esa sensación que percute su sensibilidad, lo lleva a meditar con unas palabras kafkianas que sorprenden por la lejanía con la que se disecciona él mismo su alma. Estas palabras no se refieren al Márai vivo y pensante, sino al postergado y difunto escritor que solo será, -es-, los libros que dejó escritos: “Soy un espantapájaros, un cachivache destinado a los estantes de un museo, un insecto enclaustrado en ámbar”.
Precisamente, busca en las lecturas de Aristóteles un encuentro con la definición de alma, ¿quizás estuviera acariciándola? Lee a un filósofo coetáneo, llamado Dewey que escribió sobre los griegos. ¿Por qué será que en los griegos y gracias a ellos se han producido todas las revoluciones filosóficas y personales? Ese filósofo americano, que murió en los años ochenta, dejó una sentencia de la que se apropia Márai para calmar las ansias de infinito que lo presionan: “el alma es verbo”. Y al igual que el verbo, que se acaba con la muerte, el alma, según Aristóteles, muere. Lo que queda es el espíritu. El espíritu entintado de un diario.
Precisamente, busca en las lecturas de Aristóteles un encuentro con la definición de alma, ¿quizás estuviera acariciándola? Lee a un filósofo coetáneo, llamado Dewey que escribió sobre los griegos. ¿Por qué será que en los griegos y gracias a ellos se han producido todas las revoluciones filosóficas y personales? Ese filósofo americano, que murió en los años ochenta, dejó una sentencia de la que se apropia Márai para calmar las ansias de infinito que lo presionan: “el alma es verbo”. Y al igual que el verbo, que se acaba con la muerte, el alma, según Aristóteles, muere. Lo que queda es el espíritu. El espíritu entintado de un diario.
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Un diario es el secreto de una vida a voces, las voces del alma.
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Estoy en la mitad de la fáustica novela, El Doktor Faustus, de Thomas Mann, y ya puedo decir sin miedo a equivocarme que jamás había leído una cosa parecida. Si escribir una novela, si la cumbre de la narrativa consiste en alcanzar esas alturas, debo renunciar a todo intento. La escritura de Mann es tan poderosa, son tan perfectos los personajes, su psicología y el contenido que las convoca… Una obra consagrada a la reflexión de la genialidad a través de la música y del pacto cainita hacia el ser humano era lo que necesitaba leer. Y en esta obra está todo: el hombre, el arte, la filosofía, la narración. Leer esta obra de Mann es asistir a un concierto de Corelli, a las sonatas de Beethoven o a la nocturnidad de Chopin. Silencio, belleza, contemplación, irracionalismo, lenguaje indescifrable para los hombres.
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A lo mejor Márai se estaba aproximando a lo que Pessoa llama en el Libro del desasosiego (154): “El sentimiento apocalíptico de la vida”. Y en ese apocalipsis, las trompetas son los latigazos de la escritura. Una escritura abigarrada a la miseria que se dignifica bajo el telón de una armonía que se propone muerta. Perplejidad, inocencia consumida, hacinamiento de las formas, perenne discurrir de los días, igualación a la muerte, danza ternaria sobre el cieno fúnebre de la noche, taxidérmica vinculación de los opuestos.
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