martes, 5 de mayo de 2009

Un insecto enclaustrado en ámbar.

1 de enero de 1985. A principios de 1985, aún persiste en la sesera de Márai la idea de su finitud. Esa sensación que percute su sensibilidad, lo lleva a meditar con unas palabras kafkianas que sorprenden por la lejanía con la que se disecciona él mismo su alma. Estas palabras no se refieren al Márai vivo y pensante, sino al postergado y difunto escritor que solo será, -es-, los libros que dejó escritos: “Soy un espantapájaros, un cachivache destinado a los estantes de un museo, un insecto enclaustrado en ámbar”.
Precisamente, busca en las lecturas de Aristóteles un encuentro con la definición de alma, ¿quizás estuviera acariciándola? Lee a un filósofo coetáneo, llamado Dewey que escribió sobre los griegos. ¿Por qué será que en los griegos y gracias a ellos se han producido todas las revoluciones filosóficas y personales? Ese filósofo americano, que murió en los años ochenta, dejó una sentencia de la que se apropia Márai para calmar las ansias de infinito que lo presionan: “el alma es verbo”. Y al igual que el verbo, que se acaba con la muerte, el alma, según Aristóteles, muere. Lo que queda es el espíritu. El espíritu entintado de un diario.

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Un diario es el secreto de una vida a voces, las voces del alma.

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Estoy en la mitad de la fáustica novela, El Doktor Faustus, de Thomas Mann, y ya puedo decir sin miedo a equivocarme que jamás había leído una cosa parecida. Si escribir una novela, si la cumbre de la narrativa consiste en alcanzar esas alturas, debo renunciar a todo intento. La escritura de Mann es tan poderosa, son tan perfectos los personajes, su psicología y el contenido que las convoca… Una obra consagrada a la reflexión de la genialidad a través de la música y del pacto cainita hacia el ser humano era lo que necesitaba leer. Y en esta obra está todo: el hombre, el arte, la filosofía, la narración. Leer esta obra de Mann es asistir a un concierto de Corelli, a las sonatas de Beethoven o a la nocturnidad de Chopin. Silencio, belleza, contemplación, irracionalismo, lenguaje indescifrable para los hombres.

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A lo mejor Márai se estaba aproximando a lo que Pessoa llama en el Libro del desasosiego (154): “El sentimiento apocalíptico de la vida”. Y en ese apocalipsis, las trompetas son los latigazos de la escritura. Una escritura abigarrada a la miseria que se dignifica bajo el telón de una armonía que se propone muerta. Perplejidad, inocencia consumida, hacinamiento de las formas, perenne discurrir de los días, igualación a la muerte, danza ternaria sobre el cieno fúnebre de la noche, taxidérmica vinculación de los opuestos.

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