viernes, 31 de julio de 2009

Bien dice nuestro admirado Michel de Montaigne que vivimos atormentados o míseros por las ideas de las cosas y no tanto por las cosas mismas. Obviamente el ensayista francés se refiere a la muerte, el dolor o el odio, abstracciones que pueden considerarse en una relación singular con las palabras que las designan. Es cierto que ese tipo de vocablos los tenemos reservados para ciertas reuniones o amigos afines a la cuestión. Nadie suelta de pronto en el mercado o en la playa, por jemplo, la muerte es el dolor de una infinita anestesia, ni siquiera la muerte levanta el vuelo y en sus plumas somos. Claro, sería levantar la extrañeza en los otros y dejar claro que estamos cercanos a la locura, aunque la locura en occidente se haya entendido como una clarividencia.
Con esta conjetura he estado observando hoy cómo se sucedía la mañana: la luz reptante, el cálido aliento. He salido a la calle. Tenía preparada un par de sorpresas para los que tuvieran la ocasión de dirigirme la palabra. He ido a comprar la prensa y ya intuía que el señor del quiosco me iba a dedicar unas palabras referentes al sofoco que sufrimos. Por eso había preparado una respuesta para comprobar mi experimento. En cuanto me arrimé a su lugar me dijo, "Hola, ¿qué hay?, ¿qué calor, verdad?", lo obvio y lo obtuso, como diría Barthes. Raudo le respondí, "El resplandor de una llama derrite la voluntad de los hombres. En ella somos debilidad". Lo hice, además, de forma socarrona, modulando la voz a tal propósito. El señor se quedó de una pieza, mirándome como nunca.
En el silencio que se produjo pude vislumbrar la evidencia. La literatura es un lenguaje desgajado de la lengua, pero al mismo tiempo una intensificación. La literatura desentraña los toscos virajes de la rutina, y los hace brillantes, y los rescata de su muerte.
¿Qué idea tenía ese señor de la poesía? Ninguna. Por eso no hay conmoción, ni temor, ni añoranza. Esa falta no es grave, ni mucho menos.
Hay que llevar grabados en el cielo de la boca las inscripciones que nos hacen hombres, tal y como Montaigne las grabó en la madera. Aun muertos, abriremos la boca y brotará la vida. La ausencia de ideas es la ausencia de vida.
Por eso pienso que la literatura es la que acecha, no la que surge y se precipita de pura búsqueda. El escritor vive en ese anillo que rodea las palabras inciertas, socialmente desmotivadas para darle un nuevo brío. Un discurso vacío, el del escritor, si se tiene en cuenta la soledad a la que está sometido. Aunque en esa soledad la luz entra por la mañana como un abecedario huidizo.

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Definitivamente, los autores que Kertész leyó para Diario son Goethe, Kafka, Márai, Nietzsche, Onetti, Beckett, Shopenhauer y alguna que otra mención. De Wittgenstein recuerda algo hermoso y desconcertante, lo hace en octubre de 1987, “así como la vida está siempre rodeada por la muerte, la cordura está continuamente rodeada por la locura”. Aplico este razonamiento a la literatura y digo: así como la lengua está siempre rodeada por la literatura, la palabra moribunda está continuamente asediada por el escritor.

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La poesía es un solar antiguo transitada por pasos nuevos.

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En el quieto rumor de los vencejos,
en la mirada limpia de la tarde,
este decir oculto, esta aspereza,
la consonante trama de una música.

Ausencia. Sed de prematuros balbuceos
con el color rotundo de la noche. Palabras.
Huellas deformadas en la desnudez de los olvidos.
Tiene la sed espinas en la piedra.

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