Después de unos meses escribiendo todos los diarios que leía, terminó ágrafo. Decidió que, si un diario es un intestino suelto en la obra de un escritor, a lo mejor tendría que emular la vida de los escritores y no escribir sus lecturas.
Estaba convencido de que seguir escribiendo de esa manera era perverso, porque manipulaba su estado de lector, no dejaba que el lector se hiciera pleno. Era un estado de hibridez funesto, que no conducía ni a la lectura ni a la escritura. Aunque, bien pensado, era irónico. La letra que está entre la “J(ekyll)” y la “H(yde)” es la “I”. Yo.
Estaba convencido de que seguir escribiendo de esa manera era perverso, porque manipulaba su estado de lector, no dejaba que el lector se hiciera pleno. Era un estado de hibridez funesto, que no conducía ni a la lectura ni a la escritura. Aunque, bien pensado, era irónico. La letra que está entre la “J(ekyll)” y la “H(yde)” es la “I”. Yo.
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Estábamos hablando sobre lo finito, sobre las posibilidades siempre finitas de nuestra existencia. ¿Qué elemento o concepto podría sobrepasar esa conciencia nuestra del límite? Nos acercábamos peligrosamente a la metafísica, cuando alguien en la reunión dijo que podíamos hablar de todo y de nada. Y eso me apartó del grupo.
Con esas palabras se me vino a la cabeza el libro de Steiner, Presencias reales. Lo recordé con fruición porque su subtítulo dice ¿Hay algo en lo que decimos?; igualmente veía con claridad que en alguna página de ese ensayo, Steiner escribió que sólo el lenguaje no conoce finalidad conceptual o proyectiva. Es decir, que según el crítico, la lengua es la virtud ilimitada de los hombres.
Mientras seguía la conversación, me quedé meditabundo y a solas, intentando dar pábulo a las teorías que vinculaban lo finito con la lengua. Cuando lo vislumbré deseé estar muerto, porque las palabras se contemplan mejor desde la nada, porque se nombra mejor desde el todo.
Con esas palabras se me vino a la cabeza el libro de Steiner, Presencias reales. Lo recordé con fruición porque su subtítulo dice ¿Hay algo en lo que decimos?; igualmente veía con claridad que en alguna página de ese ensayo, Steiner escribió que sólo el lenguaje no conoce finalidad conceptual o proyectiva. Es decir, que según el crítico, la lengua es la virtud ilimitada de los hombres.
Mientras seguía la conversación, me quedé meditabundo y a solas, intentando dar pábulo a las teorías que vinculaban lo finito con la lengua. Cuando lo vislumbré deseé estar muerto, porque las palabras se contemplan mejor desde la nada, porque se nombra mejor desde el todo.
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A pesar de la canícula, he decidido pasear junto a Nooteboom por algunas de sus tumbas preferidas. De nuevo me vuelvo al índice para ver los trazos que marcaron sus viajes. Me apetece estar en esa tumba compartida entre Sartre y Simone de Beauvoir.
Nooteboom relata con agilidad cómo los escuchó en Bruselas cuando hablaron del nuevo fascismo. Revuelos, policías, curas, negros, jóvenes comprometidos. Entre esa exhalación de gritos, meditativa y pausada, la voz del viejo Jean Paul, con las sílabas morenas y rotundas como sus gafas.
Nooteboom relata con agilidad cómo los escuchó en Bruselas cuando hablaron del nuevo fascismo. Revuelos, policías, curas, negros, jóvenes comprometidos. Entre esa exhalación de gritos, meditativa y pausada, la voz del viejo Jean Paul, con las sílabas morenas y rotundas como sus gafas.
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La falta de acontecimientos en un texto que aspira a ser literatura puede entenderse de varias maneras. El lector apegado a la vida, necesitará de las acciones para confirmar que su vida no es una cosa, una idea o un concepto. Sino que su vida es drama y, por lo tanto, acción. Por ello busca en el texto lo análogo a su vida: acción, hecho, acontecimiento.
Los que se sitúan entre la palabra y la vida, como enseñó Cervantes, y han llevado la literatura hasta la médula de sus cuerpos. Necesitan la palabra. Ella es acción en sí misma en tanto que la creación es un acto. La palabra en su plenitud es la aspiración de la literatura.
Los que se sitúan entre la palabra y la vida, como enseñó Cervantes, y han llevado la literatura hasta la médula de sus cuerpos. Necesitan la palabra. Ella es acción en sí misma en tanto que la creación es un acto. La palabra en su plenitud es la aspiración de la literatura.
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M. sigue enredada en las páginas de El esnobismo de las golondrinas, M. Wiesenthal. A cada paso, me relata las páginas más emocionantes, me lee en voz alta los párrafos más certeros, los lugares por los que pasea el escritor y los que han dejado marcado sus recuerdos. El volumen del libro no ha hecho que su fervor merme, antes al contrario. Se encuentra tan motivada que ya pronto lo acabará. Por eso escribo esta nota, para que se vea, después de todo, como esa plaza de Venecia de la que me habla y en la que hablaremos dentro de poco, como el ser que fue y del que hablaremos allí, en el lugar de las apariciones.
Me quedo con el último párrafo.
ResponderEliminarTrae recuerdos.
El libro de Wiesenthal me lo regalaron hace poco. La verdad es que el tamaño impresiona. Pero si, como dices, merece la pena, me pondré a ello este verano. Ya te contaré.
ResponderEliminarUn abrazo, Tomás.
Yo he leído Libro de réquiems y es una estupenda obra, de las mejores que he leído desde hace tiempo. Un saludo desde Cádiz, salud.
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