LAS tardes de verano eran de
música. Recóndita armonía que era una plenitud a la que no podía
renunciar. Recuerdo los quintetos para clarinete de Brahms y las
sinfonías de Beethoven. Los veranos eran un cauce de interminables
dimensiones, cargados de símbolos que, con el tiempo, siguen
perpetuándose y zumbando en mi consciencia.
Hace
unos minutos volvía a sonar el quinteto de Brahms. E. estaba jugando
con mis orejas. Tiraba de ellas, las pellizcaba mientras los sones iban
trazando en la memoria recodos y recónditas presencias de armonía. Ha
sido la vida y la paz, el estado al que el hombre llega y quizás casi no
sobrepase nunca. Nuestra condición es la primera y última consciencia.
No somos más porque no podemos serlo, ni siquiera tenemos la sustancia
de los dioses. Somos edad sin tiempo, cuerpo. Tránsito y fuga.
El
hombre, como señalaba Leopardi, debe albergar en su pensamiento la
compasión por sí mismo y la complacencia. No señalo con estas palabras
un falso consuelo, sino una compasión con la especie. Esa es una de las
revelaciones vitales: no somos nada más que nadie.
Leopardi
asumía que el género humano no creerá nunca no saber nada, no ser nada,
no poder llegar a alcanzar nada. En su italiano estiloso del Diálogo entre Tristán y un amigo: "Il genere umano non crederà mai né di non saper nulla, né di non essere nulla, né di non aver nulla a sperare".
Se
requiere de una fortaleza de ánimo, de un espíritu renovado que ha
dejado de ser para poder seguir siendo. Esto sucede en pocos instantes,
en un haz de deslumbramiento que puede conducir a una negación absoluta
de todo, a renegar de todo lo existente al comienzo de esa consciencia.
posteriormente, la virtud está en la armonía. Quizás la existencia de
todo suceda en polifonía y los hombres solo podamos entender una mínima
secuencia de esas órbitas. Quizás, como decía, las revelaciones ocurren
cuando el escritor asoma, minúscula estación, en un ínfimo territorio de
ese estadio sucesivo, de polifonía no de la vida humana, sino del
cosmos, de la existencia plena.
Es,
en este punto, cuando el poeta se encuentra con el problema mayor de la
poesía, con el jardín de senderos que se bifurcan. La poesía como
religión inexcusable a pesar de todo. la lucha continua o la poesía
vivida, únicamente aceptada en sí misma a menos que sufra el poeta la
revelación dadora de palabra verdadera. En un camino u otro, el poeta
debe aceptar y comprender. No es insuficiencia de la palabra por nombrar
la cosa; ni la poca entidad por nombrar la cosa lo que lleva al
silencio. Nunca el silencio es negación de la palabra.
El
silencio es el territorio que incluye a la plabra, la precede, la
sobrepasa, la abriga, la relega de nuevo a su ausencia. Eso se entiende
en el rumor oculto de la soledad, no rodeado de cantares y centinelas de
las sombras. Soledad polifónica, silencio nutricio, palabra jamás
silabeada. Platón prefería el diálogo en oral en la memoria que la
palabra huera.