domingo, 1 de noviembre de 2015

fortis imaginatio generat casum”

NINGÚN texto puede edificar y expresar lo que somos como el texto literario, pues este ensancha las combinaciones gramaticales y las posibilidades meramente comunicativas hacia otra dimensión de la expresión humana. Si, como afirmaba Heidegger, “la palabra otorga ser a las cosas”, la palabra “literaria” metamorfosea la palabra en arte. El estudio de esa acción del verbo, -que trasciende lo inmediato y personal-, debiera ser el centro de estudios de la Literatura en las aulas. Solo de esta forma conseguiríamos una verdadera revolución interna en los ciudadanos, solo así procuraríamos un semillero de individuos cultivados.
Desde la antigüedad, este tipo de texto ha estado siempre en los límites de la textualidad lingüística y emparentado con las disciplinas de orden estético, en tanto que no solo muestra la  preocupación de su autor en qué dice sino en cómo lo dice. Esto mismo que Quintiliano diferenciaba, recte loquendi scientia y ars bene dicendi, esto es, hablar con corrección gramatical y la técnica de hablar de la mejor forma posible.
Aprender a hablar es un acontecer natural para los hombres; aprender a leer es un fenómeno extraordinario en la vida de un individuo; aprender a leer textos literarios y a disfrutar con ellos quizás la más alta cumbre de la palabra. Negar a los estudiantes de todos los niveles educativos de manifestaciones humanas de este calado supone negar al individuo a conocer qué han expresado otros, en otros momentos, incluidos sus contemporáneos, sobre su propia condición. Así las cosas, menguar en el estudio pleno de la literatura, ocultar el conocimiento literario de los textos por otras razones ajenas a las literarias, de sus posibilidades ficcionales y artísticas, resulta vituperar el conocimiento de cualquier individuo de una de las más poderosas posibilidades expresivas y estéticas que poseemos como tales.
El texto literario propone una posición ética y estética ante el mundo que se materializa a través de las palabras, sus combinaciones y sus silencios. No solo eso, ocurre, ni más ni menos, la catarsis: el lector se coloca, eventualmente, en esa perspectiva vital. De ahí que la literatura sea una experiencia que se suma a la experiencia de vida y que la lectura de textos como El Quijote, La Divina Comedia, Lazarillo de Tormes o Hamlet  terminen por convertirse en textos atemporales y vividos por los lectores de las distintas épocas.  
Como ha sucedido en otras disciplinas humanísticas, como la Historia o la Filosofía, los intentos por entenderla surgieron desde antiguo y, con ellos, los llamados estudios literarios, -cuajados en la Retórica antigua-: el estudio de las técnicas, los autores, las obras, las etapas, las escuelas, los acontecimientos culturales y, sobre todo, de los textos literarios en sí mismos. En la actualidad, y desde hace años, este estudio ha sufrido una merma considerable en aras de la lingüística textual y de la enseñanza de la literatura como un tipo más de texto. La currícula actual y las futuras legislaciones así lo demuestran: la literatura es un mero bloque de contenidos dentro de la materia Lengua castellana y Literatura.
Desde la antigüedad el hombre ha necesitado superar la mera transmisión de información para situarse en la definición de sí mismo; y eso ha sido, sobre todo,  tarea y materia de los textos literarios, pues son estos los que fragmentan los espacios de represión y estrechez sociales.  Esta capacidad creativa y expresiva, ficcional, diegética, omnímoda, poliédrica, lo convierte en una clase de texto en que operan fórmulas distintas y, al tiempo, idénticas, a las que utiliza un texto no literario en todas sus dimensiones lingüísticas, pragmáticas y sociológicas. Así, renunciar al estudio de los textos literarios como «literarios» supone empañar la tradición multicultural que nos ha hecho ser como somos. Podríamos decir que recibimos la tradición cultural de antaño sesgadamente y con una alteración de sus valores más profundos hacia un sucedáneo inadmisible. Antes al contrario, apostamos por una enseñanza de la literatura que incluya, entre otros, aspectos lingüísticos y no a la inversa. Puede que estemos confundidos si estudiamos el texto literario como pudiera ser el instructivo, descriptivo o argumentativo. El texto literario los incluye a todos y, además, como summa, propone otro metatexto. A partir de esa mezcolanza adquiere su inclasificable condición. Sea cual sea el método de estudio del texto literario estamos en la búsqueda de qué hace que un texto sea literario; en localizar y justificar qué factores han convertido a un puñado de palabras en objeto artístico. El corpus de textos de una tradición, es decir, el que forma la historia de la literatura de una lengua, es un patrimonio artístico e intelectual que todo ciudadano tiene derecho a conocer al detalle, pues no de otra manera podrá establecerse en el mundo circundante contra los que desean una realidad sesgada.  
Estas disquisiciones nos conducen a la adquisición de la competencia literaria, esto es, de la actividad cognitiva de la lectura que detona en el alumno la superación del estudio de datos y características de los textos y a desarrollar el goce y el placer estéticos que propicien el trasvase del mundo interior a la mejor comprensión del mundo exterior.
Negamos la mayor, ya que no creemos que la literatura se pueda enseñar como tal. Ante la pregunta de un alumno, ¿qué es la literatura?, no pocos problemas tendríamos para salir airosos. La literatura se vive, se percibe, se experimenta, se asimila. Debemos empezar por reconocer que la enseñanza y el aprendizaje de la literatura es compleja y difícil, que no queda despachada con la memorización de características, fechas, estilemas. Estamos convencidos de que para que esto se produzca el profesor debe poseer una sólida formación intelectual y una forjada experiencia como lector. Un profesor de Lengua y Literatura debería ser ante todo un excelente lector y un entusiasta de esta actividad. Estamos ante una acreditación esencial a la que, sin embargo, ninguna actividad política presta atención. No puede suceder que los profesores de esta materia lean cada vez menos, pues, con ello, depauperamos la calidad de la enseñanza. La metodología posterior de enseñanza, la incorporación de las nuevas tecnologías y de recientes enfoques didácticos devienen de esta condición indispensable. Los requerimientos contemporáneos parecen estar más centrados en cómo enseñamos que en qué enseñamos. Abogamos por una combinación macerada entre las dos posturas: enseñar lo esencial de la mejor forma posible a los alumnos. El profesor, para enseñar (no olvidemos su étimo, insignare, dejar señal, señalar hacia), debe tener qué enseñar; en el campo de la lengua y la literatura ese axioma se forja en la acción de leer.
En este sentido, deberíamos principiar la reflexión desde el origen. Mientras que la lengua materna se adquiere de forma natural, el lenguaje literario es un conocimiento artificial, es un técnica, un uso especial de la lengua, que se aprende y desarrolla únicamente a través de la lectura y el análisis de textos literarios. Conocemos qué es la literatura solo cuando hemos leído literatura; puede que podamos describir qué es la literatura, pero no hemos sido capaces, con el paso de los milenios, de definir qué es.  Ocultar el conocimiento literario de los textos, sus posibilidades ficcionales y artísticas, es menoscabar el conocimiento de cualquier individuo de una de las más poderosas posibilidades expresivas y estéticas que poseemos como tales.
En una ocasión le preguntaron a R. Barthes por el significado de la literatura. Ante esta cuestión afirmó lo siguiente: “Literature makes the meaning and the meaning makes life”, esto es, que la literatura es creadora de significado y el significado es, a su vez, creador de vida y de sentido. Estos asertos de Barthes no son novedosos para el que haya leído y trasegado por los vericuetos de los textos literarios y por todo el aparato crítico que ha querido establecer qué hace que un mensaje sea literario. Esta pregunta última sigue aún sin respuesta inequívoca a pesar de los avances en los estudios lingüísticos y de la retórica moderna de cualesquiera de los métodos de enseñanza. El texto literario está más allá de la mera expresión y comunicación, de la básica función de las lenguas. Orbitamos, por tanto, ante un enigma todavía irresoluto que, sin embargo, ha formado parte esencial de los estudios del individuo desde antiguo.
Huelga decir que el estudio de los textos literarios ha ido perdiendo presencia e importancia en los últimos currículos escolares de todos los niveles a favor de la expresión global «competencia lingüística» y ha quedado como un sucedáneo del estudio lingüístico. Esta tabulación supone estudiar el texto literario como acto comunicativo al uso, sean sus formas orales o escritas, sean cuales sean sus características y sus dimensiones interpretativas. Sin embargo, ¿puede ser esto  beneficioso para el estudiante y para el futuro del sistema educativo?
Nuestra identidad se fragua a partir de lo que vivimos y una parte de esa vida está constituida por nuestras lecturas. Las lecturas literarias configuran para la memoria una forma de ser que se mixtura con la realidad. Como los propios seres que habitan El asno de oro de Apuleyo, las Metamorfosis de Ovidio o El Quijote los lectores terminan por  transformarse mediante la fuerza de la ficción. Se desprende de ello que el texto literario es creador de mundos que se erigen como construcciones no solo individuales sino sociales y culturales y que, por tanto, ayudan al individuo a entender no solo su circunstancia más inmediata y próxima sino su presencia en un cultura y en un estadio de la historia. En este sentido, Umberto Eco habla de “modelos de mundo” y del “mundo posible”, de cómo el lector se “transposiciona” y se sitúa en la propia fábula ficcional provocando con ello un nuevo cronotopo que vive como real.
Reducido a un bloque de contenidos, la Literatura (llamada “Educación literaria”) ha quedado muy alejada de lo que en la antigüedad era  la paideia griega, esto es, una palabra que significa «educación» y que designa la plena y rigurosa formación intelectual, espiritual y atlética del hombre. Con la inclusión del sentido de formación del espíritu humano se dotaba al hombre de un carácter verdaderamente humano, no funcional, práctico, adocenado, abocado a la mera capacidad práctica, sino a la propia reflexión como ser humano de su naturaleza.
Fue el filólogo alemán Werner Jaeger el que le dio un sentido más preciso y más evocador en su gran obra Paideia o la formación del hombre griego. En este sentido, la paideia presupone que tan solo podemos formar  a otros sobre las ideas por las cuales fuimos formados y viceversa. Así, tomando estas ideas por presupuesto, nos preguntamos, ¿sobre qué ideas y textos literarios estamos formando a los jóvenes actuales? ¿Son los profesores actuales lectores formados literariamente? Si estas preguntas tuvieran respuestas negativas, el alcance de estas carencias sería perjudicial y catastrófico.  
Si lo pensamos con detenimiento, colaboramos a un derrumbe en la transmisión de los valores estéticos y éticos que han forjado lo que hemos sido hasta estas décadas. Si el alumnado no aprende jamás la naturaleza de un texto fundamental de nuestra cultura no podrá, como describe Jaeger, transmitirlo jamás. Los individuos, docentes o discentes, deben contener en sí mismos los conceptos esenciales para poder desarrollarlos, vivirlos, explicarlos y transmitirlos. No puede caer la literatura en la utilidad inmediata a la que aboca un aprendizaje basado en la capacidad de hacer cosas porque, precisamente, ante el texto literario, casi lo único que se convierte en capacidad es la lectura virtuosa, profunda, diversa; no la mera creación sucedánea de textos, ni la conexión inmediata de lo que acaba de leer con el mundo cercano de sí mismo. El texto literario otorga un aprendizaje de vida, no una eventualidad pasajera como una reclamación, un prospecto de medicamento o la redacción de un currículum vitae.
En este orden de cosas, los antiguos estaban persuadidos de que la educación y la cultura no constituyen una teoría abstracta o un arte formal, distintos de la estructura histórica objetivo de la vida espiritual de una nación. Pensaban que se encuentran (la educación, la cultura) en la literatura, expresión verdadera de toda cultura superior. Por otra parte, es obvio que la capacidad para producir e interpretar textos literarios supone el empleo y conocimiento de la gramática de la lengua en la que está escrito el texto, así como el conocimiento de recursos discursivos de orden pragmático, pero a estas condiciones que reúne cualquier tipo de texto, se suma el uso de ciertas reglas especificas, convenciones, podríamos decir, de lo que George Steiner denomina “la gramática de la creación” y que, en última instancia, confieren al texto su naturaleza literaria. 
Por tanto, el primer sistema gramatical lo ha interiorizado el hablante-escritor en el proceso de adquisición y aprendizaje de la lengua; el segundo sistema, el literario,  supone la implementación de algún modelo teórico formal. La lengua materna se adquiere de forma natural, la literaria es artificial y se aprende leyendo. La competencia literaria funciona en la producción de textos con propiedades estéticas, tales como la armonía, el estilo, los simetrismos, los iso y heteromorfismos, así como las isotopías singulares. La competencia literaria del alumnado tendría que plasmarse en la capacidad para producir e interpretar textos literarios, para identificar un texto literario, para distinguir un texto literario de otro que no lo sea, para connotar e inferir el mundo escondido tras las palabras. ¿Realmente nuestro alumnado demuestra estas capacidades y las incorpora a su propia vida?
No dejamos de percutir en la idea de que el lenguaje es logos (razón), la literatura es ars sensus, arte de lo sensible. Todo texto literario parte de un modelo de lengua, pero termina por absorberlo, ampliarlo, fragmentarlo. Cuando esto sucede, el lector amplia, fragmenta y ensancha su propio mundo. Víctor Manuel de Aguiar e Silva, Sebeok, Stankiewics, Saporta, Van Dijk, Foucault, Barthes y otros epistemólogos de las relaciones entre lingüística y literatura coinciden en afirmar que el lenguaje es inmanente al hombre y que la literatura es inmanente al lenguaje; o sea que tautológicamente hay entre estos dos hechos (el lenguaje y la literatura) una interdependencia. Esta es la relación que nos gustaría atribuir al texto literario en estas líneas.
Por último, el propio Aristóteles diferenciaba la Historia de la Poesía al afirmar que la primera se dedica a lo que pasa, a lo que fue, mientras que la poesía se dedica a lo que pudo haber sido. Ese futurible es la materia de deseo del hombre: vivir lo que no se vive, pues sabe de condición mortal. El poeta Píndaro afirmaba “lo mortal va alumbrando por delante a los mortales” y puede que el texto literario se haya convertido en uno de los últimos recipientes de esa luz, de esa condición que nos aúna y concilia con el mundo.