UNA vez más leo Confesiones de San Agustín cargado de estupor y maravilla. Leer estas páginas supone enfrentarse a un carrusel de galerías insondables que describen el espíritu humano. San Agustín profiere la imagen de un hombre desgarrado y total, intensamente sometido a los juicios sesudos de lo intelectual pero con la deliciosa capacidad de acercarse a lo efímero. Cuánto envidio esa destreza humana de convivir aquí y acullá, en lo inmediato y lo trascendente.
Pudiera decirse que la lectura de Confesiones conduce al lector a proyectar la imagen becqueriana del anillo, pues San Agustín es ese invisible anillo que une el mundo de la forma al mundo de la idea. Abro el libro por unas páginas y las leo en voz alta: "¿Existe realmente el tiempo pasado? [...] o, sino tan solo el presente, porque los otros dos no existen?" Ante esta inquietud el propio personaje comienza a exponer cuál es su parecer: " ¿Acaso también, esos existen pero proceden de alguna fuente oculta cuando de futuro se hace presente y también retrocede a una fuente oculta cuando de presente se convierte en pasado? Si no existiese todo esto sería del todo imposible contemplarlo".
Tras esta lectura, Manrique, el genio poético que sentenció sermoneando con el presente dilatado en sus manos. Y también los diálogos de la indolencia, cuántas veces no hemos sentenciado que no existe el pasado ni el futuro, pero que aun existiendo son naturalezas ininteligibles para nuestro razonamiento.
Cuando una composición poética alcanza a impregnarse tan solo de un atisbo, de una veta de la confluencia del tiempo, el poema necesita de otro razonamiento para ser entendido. Ahí Dante, Petrarca, Rilke, Hölderlin, San Juan de La Cruz...voces que, desde su presente, clocaron con los presentes continuos que suponen las contemplaciones puras.