viernes, 11 de diciembre de 2015

DEL LIBRO siempre me fascinó el arranque, la melodía que parece impreganr todas las palabras que van encadenando y conformando el texto. Esa virtud de Joseph Conrad de convertir un fraseo en la propia sustancia significativa del texto; la habilidad de lo que antaño se conocía por narrar, el arte de narrar. Las narraciones de Conrad son magras, hechos literarios que conciernen solo al acto de escribir. Y eso mismo sucede al comienzo de La línea de sombra. Logra el autor confrontar la narración de sucesos con la reflexión de la categoría; consigue arropar lo eventual en la reflexión general sobre la condición humana. 

Otra fascinación: un poema de Quevedo que vuelvo a releer como si nunca lo hubiera hecho. "Nací desnudo, y solo mis dos ojos [...]", así  comienza la composición. Los versos iniciales encierran, en sí mismos, una teoría poética del estoicismo más preclaros. "Volver como nací quiero a la tierra" continúa el poeta en un ejercicio de estilo y creación de excelencia. En una suerte de hipérbaton asombroso el poeta coloca la acción en la medianía del verso y, al mismo tiempo, el efecto de la acción, sustantivado el infinitivo, al comienzo, focalizando el regreso a la vez que el nacimiento. Nacer para regresar o, en mejor decir, nacer es regresar. El regreso más puro es el original: la tierra misma, naturaleza toda y todo en ella. 
La cuna y la mortaja lo convertirá Quevedo en un axioma semántico de todas sus composiciones de orden moral, dos epítomes rotundos que, igualmente, incluyen la muerte, el tiempo y el individuo como temas que derivan de ese afán de ilustrar la circularidad de la vida, el trayecto zigzagueante de los días de los individuos. 
Y qué decir le queda a uno cuando lee un poema que empieza: "Músico llanto en lágrimas sonoras", nada más que gozo, nada más que noche música de volcanes encendidos en su piedras.