Días muy parecidos, demasiado semejantes, a los que relata
Julio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso. El sol acaba
de salir. Sostengo el I Ching sin remedio.
Hay quien decide dedicar a la escritura una franja horaria
estable como si la escritura fuese un trabajo en que pudiera decidirse cuándo se realiza. La primera lección del diario es la
disciplina en la escritura, pero a poco que uno va escribiendo,
va tomando conciencia de que escribir puede convertirse en
una ráfaga pasajera, momentánea, esporádica, imprevisible. En ocasiones, durante horas, intento concentrar alguna
idea o amarrar alguna argumentación sin apenas conseguir
más que un puñado de vocablos. En otras, por el contrario,
con una sola oración o frase o apenas un párrafo ejecuto
lo que considero suficiente. Así, el diario es la actividad de la suficiencia, la práctica borgeana de que siempre algo
se puede contar con menos palabras de lo que se hace. Esta creencia diarística que, repito, ha constituido una renovada postura ante lo literario, se acerca demasiado a la
poesía.
Es, en este punto, donde se corre el riesgo de caer
en la lírica vacua de algunos escritores que pretenden insuflar en sus líneas alguna evocación lírica. Esa evocación es,
apenas, payasada emocional o melosa actitud sentimental. En un diario uno debe sacarse las tripas y ponerlas encima de
las sílabas. Debe contener este cuaderno las más insospechadas
anotaciones, aquellas que no tienen cabida en la prosa erecta y
que no tienen lugar en la poesía. Todo lo que no ocupa la poesía pertenece al círculo de lo fungible, de lo desechable. Y en
esa batalla debe actuar el escritor en su rescate, en el rescate de
aquellas líneas condenadas al olvido porque son solo dictados
de un ego envirotado.
La búsqueda al natural de la verdad y la belleza.