RECUERDO ahora una idea del escritor argentino Macedonio Fernández: el pensamiento puede ser narrado como se hace con un viaje, con una historia de amor, acaso con la muerte. Pero esa narración profesará los límites y procedimientos que convoca la literatura, no la vida misma.
En ese extrañamiento estético, que provoca el relato del pensamiento, reside la virtud de la narración. Los límites comienzan a sucederse en una suerte de hipnótico destino incierto.
De esa forma, comienzo a escribir esta mañana, como indicaba Borges, -cuestión de desnudez-, que la edad en el hombre es la toma de consciencia de que habrá un libro, muchos, que jamás leeré; de que existe una calle que nunca pasearé; de que hay olores y estampas y calles e ideas que no serán mías nunca y que puede que estas mismas líneas que voy clausurando no sean leídas por nadie en ningún tiempo.
Esa vacuo proceder estético, de escritura al vacío, sin red, que se atraviesa tan solo con el equilibrio de la pértiga mental, es la estación más originaria de la literatura. De ella no quisiera parrarme nunca, por más que los cantos de sirena lleguen hasta las orillas de estas letras, hasta el epicentro de este trópico.
Creo que alguien toma la consciencia de escribir cuando diariamente sucumbe al bálsamo de la palabra: sea esta escrita o no, pensada o simplemente imaginada. El arte, así, pertenece a un anacronismo continuo y por ello es natural el desdén y el desprecio y la lejanía de la sociedad sobre la obra.
Como las abejas que contemplan el vuelo y las danzas de sus compañeras memorizamos el sonido batiente del polen, el sendero lejano al que hay que acudir a pesar de las inclemencias. Nos cueste la vida o nos resulte vívido, comenzamos el vuelo; y deseamos libar en ella para volver a traer, a los ojos de los otros, el secreto mortal de nuestra vida.