
Cuando intenté leer el título del libro, ella no me dejó leerlo, la noté con una actitud pueril que me llamó la atención. Comenzó, sin embargo, a leerme en voz alta algunos poemas de García Baena, de Aquilino Duque, de Antonio Colinas, de José Jiménez Lozano, me gustan todos, repetía insistente. Cuando hubo terminado de recitar el último verso, le dije que ya sabía qué libro estaba leyendo, “es el libro de los niños”, le dije entusiasta. Efectivamente, nunca un libro trajo tanta transparencia a la casa como éste, tanto deleite para dos niños que aún recuerdan, a dos tintas, los días infantes de sus lecturas.
***
Hoy el viento azota el árbol que se aposenta delante de la casa. Lo zarandea como si fuera un enjambre al aire. De un lado a otro, sus hojas aguantan el derrumben, la escarcha y los latigazos, tremendos latigazos sobre su copa. Lo observo durante unos minutos, en silencio, sólo invadido por la música de Antonio de Cabezón, otro ciego imposible y fascinante. Con la cadencia de su vihuela, el árbol va pronunciando la fuerza de su tierra, la que lo aguanta y sostiene frente al envite. Me pregunto, ante el ritmo terciario que adquiere la música, ¿qué tierra es esa para los hombres, qué sustento poseemos para que no nos deshojemos tan pronto?
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