sábado, 18 de septiembre de 2010

Definitivamente, aprecio la lectura. Objetivamente, soy un lector por encima de otras circunstancias. Esta mañana, lo primero que hice fue sostener al aire un libro de José Gorostiza, el poeta mejicano de Muerte sin fin. Hacía mucho tiempo que no lo releía, a Gorostiza, al que me dio no pocas claves de una religiosidad con forma de vaso. Con desesperación agarré el libro de las baldas, como un acto vengativo conmigo mismo, manteniendo un enfado rotundo y completamente serio. Comencé a leer al poeta, a releerlo, porque Gorostiza fue de los primeros poetas que hicieron la luz en mi memoria.
No recordaba su rostro y me ayudé de la ilustración que acompaña la edición que siempre he manejado. Un bigote bien medido gobierna su rostro, su rostro enjuto, peinadísimo, con los ojos en la servidumbre al vacío. Dice el poeta juanramonianamnente: “Oh inteligencia, soledad en llamas […] páramo de espejos, helada emanación de rosas pétreas”. A esta fortaleza poética se une una profundidad poco usual en la escritura y una continua meditación que circunda temas como la palabra, Dios o la inteligencia.
Sin embargo, de todos estos versos que voy leyendo, hay uno que siempre ha percutido con insistencia en mi memoria; un verso claro pero rayano en la perplejidad, un verso de poeta, de poeta puro, sin excelencias ni arboladuras, sin excedentes de producción artística.

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Mas la forma en sí misma no se cumple”, este es el verso de Gorostiza que rescataría de su obra. Es la forma soledad en llamas, páramo de espejos, helada emanación de rosas pétreas, es decir, llama, espejo, piedra; esa es la vida, porque la vida es forma.
Puede uno leer el verso sin más miras que el puro deleite que ofrece el endecasílabo, pero este verso es una clave de bóveda, una poesilogía, una reducción magistral del pensamiento poético. Siglos de estudios quedan reservados en él y aun así, el misterio lo enviste.
No se cumple la forma porque la vida y la escritura suceden en un individuo en soledad y la soledad arde por de dentro en enormes llamaradas. No se cumple la forma porque el individuo, que la resguarda, se convierte en un páramo repetido hasta la infinidad, especularmente sucedido. No se produce, al fin, y una vez por todas, porque si surgiera una rosa, que no debe tocarse ya más, sería pétrea, helada, emanación de una algarabía insostenible.

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Julien Gracq no tenía en alta estima la obra de Cervantes, pero tampoco dedicó muchos esfuerzos en querer escribir sobre este asunto. Gorostiza me ha conducido hoy a Gracq, a su libro Leyendo escribiendo. En este volumen hay una frase que dice: “Lo que ordena en un escritor la eficacia en el empleo de las palabras no es la capacidad de precisar más en el sentido. […] Para él, casi todo en la palabra es frontera, y casi nada está contenido”. Evidentemente, la forma en sí misma no se cumple ni siquiera en los escritores que se detienen en la forma y en el significado de las palabras con toda su agudeza y erudición. No encandila un escritor por su exactitud y pulcritud, hay un ritmo sintáctico, un spleen, un inherente e intrínseco sentido que lo abarca todo y que hace inexplicable, por qué una obra como El Quijote sostiene todavía las bases de la prosa de ficción.

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Cuando Pessoa afirmaba que la monotonía de todo es la monotonía de mí cabría pensar en la forma en que está escrito este aserto y en traer a colación las referencias musicales del término. En cualquier caso, Mozart hizo de las notas tenidas una usurpación del raciocinio. Por lo tanto, habría que establecer la polifonía en nuestra yo para apoderarnos de nosotros mismos.
En las palabras lo único que habitan son los abismos, porque las fronteras se derrumban en cuanto ofecemos el ser a la inteligencia y a dios.

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