miércoles, 22 de septiembre de 2010

Junto a mí, en la estación, alguien lee mientras el mundo subyace en los ojos gracias a los astros. Está absorta e imbuida en la lectura. Según marca un indicador, está terminando el libro y pienso que eso prende, aún más, su fervor. Agarra un lápiz de cuerpo anaranjado con el que subraya algunas palabras y marca algunas páginas. Cuando escribe, lo hace con letra menuda y enjuta, casi microscópica, sombreando los márgenes. No he logrado ver el título del libro ni su autor, pero ese enigma prefiero dejarlo sin respuesta, ya que por él saco el moleskine y comienzo a escribir, como un detective que observa un caso. Arriba, justo encima del lugar en que los pasajeros esperan el tren, hay un espejo. Al mirarlo, los reflejos aparecen desfigurados e informes debido a la perspectiva, pero a pesar de todo, puedo destacar mi propio reflejo escribiendo en el cuaderno. Como un niño que juega con algo accesorio, escribo sin mirar la página para poder detectar los movimientos en el espejo. Al cabo de un rato, compruebo que en la pequeña sala solo quedo yo, escribiendo, ya que el tren espera en el anden. Sin embargo, durante unos segundos, una muchedumbre desconocida y plural se agolpa en el espejo. Son todos y no son nadie, es el pluralismo del yo.

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En algún momento, el detective entra en catarsis con el criminal, como, en algún momento, el lector entra en catarsis con el escritor.

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Sigo, durante esta semana, con el libro de Manguel y a cada página me encuentro con pasajes que me hacen detenerme demasiadas veces para escribir: “Estoy supuesto en las obras de Platón, al igual que en cualquier otro libro, incluso en los que no leeré”. A estas líneas cabría suponerles algunos reparos. Por ejemplo, no todos los lectores están supuestos en la obra de Platón ni en la de Cervantes ni en la de Kafka. Aunque, aparentemente, este aserto es prodigioso y me lo llevo a la memoria para avivar aquellos huecos de la razón que necesitan de las palabras ajenas. El concepto es grandioso y borgeano: estar supuesto en un libro a pesar de nosotros mismos.
El lector es el hilván que despierta la celulosa de las estanterías, el activo elemento de la escritura, el que provoca que la lectura sea un acto de presente eterno al que se refería Kant.

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Acudo a algunos pasajes de Fedón, de Platón, para glosarlos y ejercitar con ello la escritura en este diario. A veces, siento que decae el ritmo de la literatura y que las letras van aquilatándose sin demasiada consistencia. Las leo con desmayo, sin avisar en ellas ninguna sugerencia atractiva o sugerente, antes al contrario, este repliegue de la vida a la literatura y de la literatura a la vida, ha terminado por emboscarse en tres o cuatro temas que se repiten en un bucle de idénticas sucesiones. Sin embargo, cada día intento pasar de un lado a otro, del latido al papel, atravesando una cuerda floja, destensada, que atraviesa por completo los días. Cruzar esa cuerda, con el abismo debajo de la misma, provoca que tenga que buscar, leer, fijar en este diario algún pasaje que lo mantenga vivo, que rezume literatura. Una de las mejores soluciones es leer a Platón, siempre.
Decía que, en Fedón, casi al comienzo, se afirma que los filósofos trabajan durante la vida para prepararse para la muerte. En este diálogo asistimos a la muerte de Sócrates. Es sin duda, uno de los pasajes que más me motiva como humano, del que más y mejor ejemplo he sacado en no pocas lecturas. Sin embargo, he pasado las páginas hasta llegar a El banquete.
Este diálogo lo tengo demasiado subrayado en el volumen que compré hace años. Hoy, puedo decir que he leído a Platón con los ojos de Shakespeare y no a la inversa. Silencio es todo lo demás, exactamente lo que contesta Platón a la última pregunta que le hacen en vida: nada.
Y les digo a Shakespeare y a Platón que nada es el territorio de la muerte y de la vida, que nada es el título de la memoria cuando fenecemos y que nada es el total de lo que la inteligenca nos depara.
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Quisiera tener el ánimo envejecido para vislumbrar los templados témpanos de la vida. Quisiera el dominio sobre sí mismo como en un desvelo continuo del espíritu. Trazar en la memoria el valor de la belleza absoluta, de la que no entiende de nombres, de formas concretas y sucede dentro de uno mismo, en silencio y auroral. Quisiera, con Platón, que los ojos del espíritu comiencen a ver con claridad antes de la época en la que el cuerpo se debilite. Quisiera ser música y no palabra, encontrar la belleza y no la forma.

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