La mujer de la cama de al lado tiene un problema de respiración. Toda la noche infectada de profundos suspiros que parecían aleteos de pájaros migratorios. Parece que los signos se confabulan alrededor de la enfermedad y de la estancia. La negrura de los pasillos repletos de cuerpos maltrechos precipita en el ánimo un reducto irreconocible, de rostro pétreo. Es el límite lo que impulsa estas letras, es el abismo emboscado en la respiración artificial lo que enuncia esta reflexión. Durante horas, mientras escuchaba las melodías de Chopin, los pulmones viciaron la noche, diluyeron las horas, dilataron los días.
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La primera vez que escuché una obra de Liszt coincidió con un descubrimiento: Zimmerman. Al igual que Gould y Bach, a partir de ese momento, todas las audiciones que más me han emocionado de Chopin y Liszt han sido las de Crystian Zimerman. Pude verlo en una grabación cuando tenía doce años. Un señor barbado, impoluto, en medio de un salón interpretando con maestría los nocturnos de Chopin. Imagen fija, persistente, que desprende una serenidad compleja, porque el trabajo que se encierra en ese estilo es mastodóntico siempre ha sido u estímulo. En las manos de un pianista el virtuosismo desprende naturalidad y frescura, cosa contraria a lo que sucede con los escritores quienes, embelesados por la palabra, la vomitan sin conciencia.
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En estas profundidades de la madrugada, cuando el cuerpo nos confunde y azota y cuando la memoria es un préstamo del olvido, escribo. Lo hago lentamente, para no despertar ni levantar sospechas, como si estuviera adentrándome en un lago enorme. Poco a poco, las aguas van tomando las carnes y éstas dejan su gravedad diluida. Esa gravedad incandescente la he recuperado esta noche, cuando va perfilándose la aurora en el horizonte.
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