viernes, 17 de septiembre de 2010

Me he levantado más temprano de lo habitual para poder escribir con las constelaciones fulgurantes y con el principio de la luz. Me he asomado a la ventana porque el viento golpeaba en los cristales como un azote farisaico. Y percibo, al fondo, una tormenta que se aproxima. Las luces de los rayos parecen manos cenicientas y, mientras tanto, M. sigue dormida y ensimismada. He bajado al salón y he abierto un diccionario en busca de la palabra que delate mi existencia. Desde hace unos días no puedo dejar de escuchar a Chopin. Después de todo, considero todo esto como un sueño noctámbulo, en que bajo al sótano y me reencuentro con varios hologramas, con poetas de otros tiempos que me hablan sin cesar.
Me encuentro con la palabra testamento y leo las definiciones que ofrece el diccionario. Me quedo pensando cada una de ellas muy sorprendido y atisbando ciertas ínfulas en el término que no me satisfacen. Esa voluntad definitiva del hombre por desear que la última palabra sea la que quede como un rastro, ese deseo del hombre de querer comprenderse cuando está agonizando, no deja de ser ridículo y absurdo. No puede uno entender nada de lo que ha creado o ha escrito o ha teorizado sin haber reflexionado en la plenitud del momento, del ahora quieto. No hay un más allá en la creación más que en la creación misma. No podemos construir un museo aledaño de teorías que aspiran a la certeza, porque no puede extraerse la certeza de la literatura si no es en el tiempo de los lectores. El escritor, al dejar de serlo de inmediato, sólo anhela convertirse él mismo en un lector ajeno de su obra.

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Mantenerse en el lado del mundo en que todo es probable sólo por ser nominado, mantenerse en el lado en que el curso de la humanidad no arrastra con sus sensiblerías y ritos, mantenerse en pie, firme, como un surco en la tierra mojada. Pessoa entendió esta circunstancia como una necesidad: “Pertenezco a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al lado”. La memoria es la que hace posible que podamos mantenernos alejados e integrados al mismos tiempo, porque es ella la que circunda lo que somos con lo que fuimos. Sería insoportable ser sólo lo que somos. Sin lo que fuimos e inventamos en el pasado, poco más que un primate desarbolado y un triste figurín de asfalto.

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Como escribee Emily Dickinson: “The espectre of solidities/whose substances are sand-“. La última sustancia es la arena, la desintegración granulada y la obra de un escritor, cada línea, queda asediada por la desintegración. La prosa es como un desierto en que se proyecta la fuerza proteica de la memoria. Ella levanta espejismos, es cierto, pero también oasis en el recuerdo.

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