domingo, 12 de septiembre de 2010

Un amigo me asedia con un asunto que parece que tiene a algunos escritores muy preocupados: las escuelas de escritores. Sus argumentos para convencerme de su utilidad se trasladan a Estados Unidos, ya que allí las escuelas florecen como hongos descontrolados. Ahora, en la provincia, sucede que algunos quieren que las escuelas de escritores principien un auge del número de gente que le apetece escribir, sea por lo que sea. Atónito, incrédulo, le contesto simplemente que no me convencen esos nuevos mecanismos para crear escritores, ya que ese prodigio, que lleva a alguien a la actividad escrituraria, pertenece a otra órbita difícil de enseñar. Y, tras el último achuchón, me defiendo diciéndole que el mercadeo de la letra tiene sus tentáculos y sombras muy alargadas y que, como Ovidio, prefiero escribir mis tristes y pónticas como un desterrado de todo lo nuevo.

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A.M.M. escribió en Babelia un artículo acerca de los diarios, centrándose en los de Cheever, ya que se ha escrito una biografía recientemente. Uno, que es lector de diarios por encima de otros géneros en prosa, acepta algunas de las líneas que el escritor desgaja en su opinión. Sin embargo, estos escritores de hoy, que tienen la posibilidad de escribir en medios de comunicación de gran alcance, parecen que leen de pasada, soslayando la profundidad de este género. Por ejemplo, cita varias veces a Sándor Márai y cuando esto sucede, se remite a la famosa última anotación que escribió a mano y a su suicidio, justamente los dos índices más exactos de que leyó a Márai de soslayo o que ni siquiera completó la lectura.

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Nunca pensé que los textos que iba escribiendo terminarían por conformar un conjunto del que poco entiendo y del poco sé. Ahora me encuentro en una encrucijada y en un jardín de senderos que se bifurcan, porque me han incitado a practicar un ejercicio de retrospectiva, una analepsis, sobre mi diario. Quizás la literatura no sea más que un ejercicio continuo de analepsis que se prodiga bajo la tutela de la conciencia de haber sido otro, otro que escribió, que pensó de una determinada manera o que prefería un poeta que, a la postre, resultó ser chusco y penoso. Porque toda proyección o acercamiento hacia lo que uno pretende comprender termina esfumándose o en mero intento.
Comprendí un día, gracias a Valéry, que la escritura no entiende de horas y días, de estados más o menos predispuestos, sino que la prosa debe ser el estímulo que nos empuje y arrastré hacia una dilatación de lo que somos. Esa insistencia debe instalarse perennemente en nuestra voluntad, como un quiste profundo e inextirpable. No cuento nunca con la intención de escribir una novela, de escribir un libro de poemas, de leer el volumen de Virgilio que descansa desde hace años en las baldas. No hay intenciones en la lectura y la escritura, hay actos, acciones de la voluntad que lo relegan todo a la insignificancia. Cuando eso sucede, cuando alguien comienza a leer por ese imperativo espiritual, cuando un escritor comienza a urdir una obra que surge de la conciencia y el ardor literario, sucede la maravilla de la extirpación del tiempo y el espacio, de las proyecciones que producimos de esas entelequias. En ese encuentro diferido entre escritor y lector se produce, a diario, una eclosión y un virtuosismo de lo azaroso que, para el hombre, debe significar algo más que escuelas o saraos.
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u, o, i, e, a ...

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