lunes, 20 de septiembre de 2010


Vuelvo al tren para ir al trabajo. En la estación, muy temprano en la mañana, comienzo a releer el libro de A. Manguel sobre la lectura y sus historias. Me pareció, al seleccionar un volumen por la noche, el libro más adecuado y el que mejor resumía el pasaje que me disponía a sortear. Un compendio personal de la lectura y sus secuaces.
Fue, hace unos años, cuando iba diariamente en tren al trabajo, cuando comencé a leer con profundidad a Pessoa. El trayecto parecía estar perfectamente conjurado para que dos o tres textos de Libro del desasosiego desarrollaran todo su potencial. Había, por tanto, una perfecta armonía entre la dimensión espacial y la temporal que, encrucijadas, ofreció días de fervorosa lectura.
Es cierto que leer intensamente antes de comenzar a trabajar termina por perturbarme demasiado, ya que se quedan en la memoria esas frases enigmáticas y que dificultan la concentración requerida para el quehacer cotidiano. A la vuelta, me quedé todo el camino repasando esta turbación de la lectura, esta intrusa postura que ofrece los libros con la vida de los lectores.
La lectura es un ejercicio de desequilibrio, de inestabilidad, de utopías encrespadas, de descatalogados comportamientos que vienen a edificar en la memoria una nueva manera de ser en el lector, dije. Esa edificación de la lectura llega a dislocar al individuo, a poseerlo por un tiempo, dije. El vagón permanecía vacío a pesar de estas voces.

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La historia de la lectura es un encuentro con la memoria, con los subterfugios del olvido. Nada que no dejara su rostro o huella o sonoridad en el recuerdo pertenece a ella. Por este motivo, cuando leo el libro de Manguel, pienso en las lecturas que no se mencionan, pero que ocuparon el tiempo de libros mejores. Por ejemplo, existe en este libro un pasaje fabuloso. Se remite para ello a Petrarca y a San Agustín, al diálogo imaginario que mantienen en Secretum meum. En este libro se escribe la imaginaria conversación que mantienen los dos ilustres personajes en relación a la lectura. Un diálogo que ahonda en la necesidad del lector como un creador, en la participación de lector para convertir la lectura no en mero soporte de conocimiento, no en continuo fluir de palabras, no en mera memorización de frases prodigiosas, sino en tierra fértil en que las anotaciones del lector lo conviertan en escritor, en que las anotaciones del lector transformen el libro y lo rehagan y lo reescriban.

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No sé qué mecanismo cerebral se dio en la mollera cuando recordé una anécdota de la vida de Mahler justo antes de bajarme del tren. Justo antes de pisar el suelo, la imagen de Mahler sobrevino sobre los campos y, confundidas con sus enraizadas melodías al vacío, justo antes de todo, de que el día comenzara a brotar con grisura, El concierto, de Tiziano.

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Una realidad en marcha, pero con declinaciones; una realidad quieta, pero en transformación, eso es lo que cuenta para el poeta.

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