AYER, en la madrugada, subí a la azotea, pues la Luna estaba de útero colmado. Me llevé la cámara de fotos y quise acercarme a ella con el objetivo. Pude fotografiarla de cerca, con detalle, con más agudeza de lo que pensaba, pero, cuando volvía a la casa y pasaba a comentárselo a M.C. y a E., como un áspid, llegó un rubor de finitud, un alud de nostalgia incontrolada que me hizo llorar desconsoladamente. Estaba en la noche, en su infinitud, en el abismo diluido de un astro iluminado.