EL cuaderno abierto encima de la mesa. Asoman unos versos escritos en Italia, hace unos años. Todos están tachados. Junto al cuaderno, al lado del bolígrafo, unos libros: Leopardi, Virgilio y Cervantes. Leo, leo con lentitud. En ocasiones levanto la mirada del libro y contemplo a E. Mientras ella duerme, las letras parecen adquirir una cadencia profunda, límpida. Nunca había leído ante una mirada como esta, ante esta desnudez, ante la mirada misma de la naturaleza; y nunca antes me había observado a mí mismo, desde lo lejos, alrededor de unos pocos libros. E. confirma las dimensiones del centro indudable, el de la razón poética que, con toda su plenitud, habita en su piel, la piel del mundo. Qué claridad tan cegadora y gozosa, qué afán de belleza tan convulsa.