GOLPEABA una luz al final de la tarde que nos convocaba a un diálogo. Tenía en mis brazos a E., agazapada después de unos llantos y unas quejas que no la dejaban descansar. Estábamos en la azotea y los dos respirábamos el aire que zurcia nuestros rostros al viento. Respiraba y quería respirar lo que E., quería su piel respirada para contenerla en lo profundo; al unísono trataba de mantener su ritmo entrecortado, de pulmón novísimo, de templo naciente.
Con una parsimonia insospechada, estuvimos los dos contemplando la aritmética del viento, el paso de las nubes, las siluetas al fondo de la serranía, el sol levantando sus ascuas de nuestros rictus. La seguía sosteniendo observando la llegada de la noche, del misterio del cosmos. La tenía en mis brazos como una luminiscencia que abrigaba todas las respuestas que hasta ahora he dado a nuestro paso por el mundo como humnaos, habitando la mortalidad. Porque E. ha venido a confirmarlo todo, todas las sospechas y la fidelidades y a levantar el velo de muchas otras, ahora, obviedades.
Con una parsimonia insospechada, estuvimos los dos contemplando la aritmética del viento, el paso de las nubes, las siluetas al fondo de la serranía, el sol levantando sus ascuas de nuestros rictus. La seguía sosteniendo observando la llegada de la noche, del misterio del cosmos. La tenía en mis brazos como una luminiscencia que abrigaba todas las respuestas que hasta ahora he dado a nuestro paso por el mundo como humnaos, habitando la mortalidad. Porque E. ha venido a confirmarlo todo, todas las sospechas y la fidelidades y a levantar el velo de muchas otras, ahora, obviedades.