lunes, 9 de septiembre de 2013

EL POETA lee a otros poetas y comienza a incorporar los recursos que ha aprendido a su discurso. Lo hace explícitamente y con el desdoro de la copia, a caso con el embelesamiento del aprendiz. Poco a poco, una voz se va imponiendo, una voz dadora de armonías. En ese punto, los recursos técnicos que se habían ido aprendiendo por la imitación, dejan de pertenecer a la imitación y a alzarse como giros y discursos propios. La literatura, en este grado de vivencia, se vuelve juego intertextual, pues el poeta sabe que no está señalando realidades nuevas sino formas nuevas de lo mismo. 
Pero, con el tiempo, el poeta advierte que en las formas hay esencia del contenido y que la exploración formal, como quería Platón, contiene parte de lo nombrado. Aquí se terminan las tontunas y las exuberancias. Comienza el verdadero tañido de la poesía. Para los antiguos, la imitatio plena. No la burda copia ni el nefasto amaneramiento. 
Llegados a esta consciencia, la mayoría de poetas enmudecen ante su incapacidad; tan solo unos pocos prosiguen su canto. Eran los que estaban amarrados al mástil cuando cantaban las sirenas, cuando los demás elogiaban los ecos vacuos de un canto peregrino.