el crujir del descenso de la helada
en el cuerpo; un canto, dos,
tres, de los pájaros, el mar en quietura
son formas de la belleza inalterables...
Son infinitas esas maneras de estar de lo bello para el hombre. La cultura es la forma estética
del pensamiento, pero debería brotar con la naturalidad con que amanece cada día para nosotros. Esa naturalidad consustancial es lo que Platón llamaba Verdad. Y la fuerza que combina la belleza y la verdad es la Justicia. No se escogen estos vectores, no se aprenden con el tiempo ni de ellos somos poseedores si no hemos nacido en la armonía, si no vamos siendo en armonía.
El ejercicio de la poesía entraña una salmodia y una plegaria: ser la palabra misma. La palabra natural, la que dice con el convencimiento del alba, con la rudeza del frío, con los intervalos del canto de los pájaros, con la anchura infinita del mar. Es la palabra y a ella hay que someter el juicio.
Siempre tengo reverencia por la literatura que ofrece esa justicia y ella permite la intertextualidad, la polifonía de voces en el texto, el diálogo, escribir la lectura. Es mi propio ejercicio de la consciencia. Como un diminuto individuo me acerco a los textos y los escribo, los anoto, los someto a la punta de la consciencia a pesar de mi corto entendimiento y de mi fallida lectura. Una y otra vez. Es una lectura más y es el principio de todo.
Como una lámpara maravillosa, como el círculo que pugna con la cuadratura, el lector asoma a los textos. Allí estamos mientras tantos, dejando allí el destello de las retinas. Es suficiente, absolutamente suficiente.
Con una visión inmutable, advertimos que la obra de belleza se acerca al origen que nos habita. Al leerlas volvemos a vestirlas de luz porque así su hechura lo hace posible. No merman, ni se marchitan estas creaciones, sino que sus ritmos antiguos se renuevan y acrecientan con el nuevo brío de los tiempos. Pasado en el futuro, el futuro proyectado en el pasado. El texto bello es inconsútil al tiempo, es morada de permanencia.