ESTE otoño asoma su rictus con cadencia de melancolía y no dejo de meditar sobre la amistad y el comportamiento humano con los otros humanos. Me aparto de la sentencia de Spinoza para no caer en prejuicios, pues pretendo partir de la consciencia de la bondad.
Sin embargo, todo resulta miserias, vanidades, falsedades, irrupciones a la cadencia del otoño. Ello va minando el comportamiento posterior, las acciones con los nuevos allegados a nuestras vidas. Ya no nos creemos nada de nadie, inferimos que, detrás de las palabras de los demás se encierra alguna pretensión vanidosa.
Hay pocos actos más verdaderos y límpidos que los de naturaleza y ocurren a cada momento, en cada instante, silenciosamente, sin alharacas, sin bruscas transiciones, sin levantar ningún vuelo. Es la naturalidad del mundo frente a lo artificial del hombre. Este artificio se ha trasladado al mundo del arte, de la creación artística. Sea cual sea la disciplina, prepondera lo artificioso y ello es, la mayor de las veces, un signo de vanagloria. El artista que empaña la creación con virtuosismos innecesarios e inadecuados, poco pertinentes, está mostrando su afán de prevalecer por encima de la creación misma, de hacerse notar como un pequeño demiurgo que anhela el furor de los que posteriormente leen, contemplan, escuchan. Por contra, el genio se funde, se hace polifonía al brotar de la obra; se hace inapreciable, solo latente, es en sustrato, materia misma ya de la creación.