sábado, 16 de noviembre de 2013

ME ha encantado la novela de Antonio Prieto titulada El embajador. Si los novelistas españoles tuvieran el arrojo y la inteligencia de escritores como Prieto la prosa española hubiera encontrado otros derroteros menos sublevados y más emboscados en la propia literatura. De la novela (publicada en 1988) pueden destacarse muchas cosas, pero subrayo los ecos cervantinos cuando el narrador no deja de ampararse en la parodia de los acontecimientos. Por otro lado, toda la escritura es un ejercicio de estilo y de precisión, de una exigencia tremebunda; maneja una cantidad de datos personales, históricos, literarios que solo alguien como él, especialista y lúcido, inteligente y creativo, puede llegar a armonizar. Novela olvidada, sin menciones, sin reseñas, sin pupilos posteriores, sin reivindicaciones de ningún tipo. Son fascinantes los años en Venecia de don Diego de la mano de Pietro Aretino y el retrato que realiza de aquellas décadas de paradiso terrestre que se respiraba en Venecia. Este, como otras tantas estampas, convierten la lectura de El embajador en una reconciliación con la novela. 

Al tiempo, releo algunas páginas de Pietro Citati. Este autor me fascina, me trastoca la encomienda de lector y se convierte, con cada página, en un modelo de escritura. Citati indaga en Dante, somete su juicio con Leopardi, pero sugiere, al mismo tiempo, un diálogo imaginario con Apuleyo. 

He recordado a la Sibila de Cumas. Está representada en un mosaico en la catedral de Siena. Una sibila deífoba, que el propio Miguel Ángel representó en la Capilla Sixtina. En la colina de Cuma, en las cuevas, la profetisa armonizaba las sombras y la luz, era platónicamente al mundo. La sibila sabía transitar el inframundo e incluso guió a Eneas por el Hades.  Tengo en la mano una espiga de trigo.