jueves, 21 de noviembre de 2013

SUCEDE cuando el escritor se olvida de su obra, es decir, cuando van por delante los caballos de la vanagloria. A pesar de la calidad literaria, de los buenos recursos y del buen decir, la actitud del autor, ese otro halo de misterio literario, empaña su presencia y eco. Ha sucedido desde antiguo y, cuando uno termina de leer y de reflexionar, cae en la cuenta de que la obra de mayores trascendencias se gestó en el seno del silencio y de la soledad nutricios. Como Rilke o Hölderlin, acaso como san Juan de la Cruz, tan solo escuchando el latido rítmico del corazón. Porque si no escuchas lo interno, para nada vale lo externo; si no escuchas la verdad íntima, dentro de ti, es que no conoces la verdad del hombre, de todos; si no sometes tu vivencia a la polifonía que te habita y la comprendes, no habrás entendido la naturaleza de la literatura.  


Decido que, puestos a escoger, reduzco el tiempo de escritura para favorecer al de la lectura. Las horas amordazan desde hace unas semanas y, cuando repaso las notas de este diario, poco me importan. Es como un despacho del espíritu, una musculación de la consciencia. Aunque, ben visto, quizás lo que uno cree mera circunstancia es realmente lo sustancial, lo primordial. Esa es la dicotomía con que se encuentra el hombre por su condición de mortal; siempre queda a expensas de otra realidad, siempre piensa que, con el tiempo, llegará a escribir o a leer o a mostrar tal o cual pretensión. El tiempo demuestra precisamente que todo eso es mentira y falso. 
Todavía hay quien dice que escribe en una bitácora para calentar la muñeca, como ejercicio de estilo. Y cuando uno lee alguna página de un libro publicado percibe que existía más verdad y belleza en la endeble pretensión que en la supuesta obra literaria. En esos casos siempre se dice uno que la literatura actual está repleta de ególatras, pero pienso que siempre ha sido así, de este modo, no es novedad, la relación entre los creadores. Aunque sí hay diferencias entre otros tiempos y este que vivimos, sobre todo, en el resultado último, porque la mayoría de las veces, todo queda en un compadreo infame que mal que bien provoca risa  y esperpento.