jueves, 4 de septiembre de 2014

AYER, por la noche, subí de nuevo a la azotea para tratar de encontrarme. Estaba solo, puramente respirando y resguardado en un trino de jazmín. La noche preparaba su aposento mientras la dimensión de las palabras alcanzaba un indefinido significado que todavía ulula en el recuerdo. No deseaba dormir a pesar del cansancio y de la extrema somnolencia; quería vivir, sentir el golpeo y la válvula en el pecho. Respirar, respirar profusamente sin nada más pues en ese ejercicio se alcanza, quizás, la más sublime de las estancias para un hombre. 

Después del expurgo y de la recolección de los libros vienen las dudas. Pienso que no tendría que haber eliminado aquel volumen de las baldas o aquellas ediciones de antaño. Sin embargo, un sosegado estoicismo va apoderándose de todo lo que hago y recuerdo a Sócrates deseando tocar la flauta la noche de su muerte segura. Lección poderosa e indolente del vivir. Los objetos, las acciones quedan, van adquiriendo una pátina de finitud. Siento muy cerca la epidermis de la muerte. 

Ahora estoy observando las fotos de Italia; la de aquella tarde en Arezzo y la de aquella otra tomando un spritz al socaire de la bora en Trieste. Habíamos paseado esa tarde por los alrededores del Castillo de Duino y gustado del color extasiado del Adriático. ¿Quiénes fuimos?, me pregunto, ¿para qué la vida? Reímos en esas imágenes y parecemos complacidos con los augurios de aquella tarde de hace ya varios años.  Supongo que lo vivido tendrá esa dimensión del olvido negro, del golpe fastuoso con que vamos dejando de ser. 

Leer o releer. Hace poco un compañero me describía la lista de libros y de autores que estaba leyendo. No conocía a ninguno; ninguna de esas obras me interesaba; antes al contrario, todo me parecía una nebulosa artificial. Le dije que me conformaba con aprender de memoria algunos pasajes de Virgilio, otros de Dante; algunos versos de Rilke y con tener, tras eso mismo, la consciencia encendida.  Ante mis palabras se quedó extrañado, más aún con sus preguntas, ¿Virgilio ahora?, me dijo. Al término de su disquisición sonreí gratamente.