HE TRAÍDO de París dos cuadernos. Uno de ellos es para M.C. y representa, con doble solapa, en colores grisáceos, un detalle del Plan de Turgot diseñado por Louis Bretez y grabado por Claude Lucas. La perspectiva muestra el coeur de Paris; las dimensiones son afinadas y preciosas. En cuanto lo vi supe que debía llevarle esta dádiva a quien tan feliz me ha hecho desde siempre. Cuando lo estuvo revisando sus manos comenzaron a acariciar el lomo, las páginas y su imaginación comenzó a irradiar una contenida sonrisa. Esa minúscula nota de complicidad me provocó un derrumbe del que aún tengo sus ecos en el recuerdo.
He ido escribiendo en Cuaderno del caminante algunas notas mientras, de vez en cuando, cesábamos de pasear o decidíamos tomar algo, algún vívere que nos hiciera resurgir con nuevos bríos. Cierto es que J. ha sido un perfecto y exquisito anfitrión, a pesar de que se haya convertido marxista y defensor del materialismo histórico por momentos, quizás los menos, puede que nunca, qué sé yo, a lo mejor buscando el diálogo y la fructífera palabra contrapuesta. A él le debo la fabulosa estancia y los días en París de esta nueva llegada a la ciudad. Siempre atento, los dos fuimos con el escalpelo ante las cajas de libros, ante ediciones extrañas y arcaicas. Su zancada es la cdd un centauro y a uno le costaba esfuerzo seguir el ritmo alargado de sus pasos. Todo parecía congraciarse cuando, ante unas viandas, unas copas de vino, se sucedían las disquisiciones sobre esto y aquello.
En París los tejados son de cobre fundido y de oros en la piedra. Altos, pertrechados de voluptuosos acabados, el caminante se siente envuelto por una portentosa magnitud que lo sublima a la pura nada.
Los pasos allí no encuentran sentido ante la inmensidad; pierden el centro tan vivamente como Cortázar supo entrever. París son concéntricas vueltas hacia una mismidad, a diferencia de otras ciudades, ninguna plaza es la plaza central, ninguna calle es más céntrica que otra. Es el caminante el que establece su propio centro, su propio meandro arrebolado y el que irradia, acaso, desde sí mismo, su fragancia de sombras, sus labios de nenúfar acabado.