DUERMEN las dos en la habitación de arriba. Sigo leyendo mientras suena música de Corelli. Encima de la mesa están los libros de Julio Mariscal y de Ángel García López. No me he alejado de ellos ni un momento desde que llegaron a casa esta tarde. El primero, por esencia lírica y por haberlo leído casi al unísono con M.C; el segundo porque me hace feliz que Ángel y Javier lo estén y hayan quedado satisfechos.
Poseo esta noche una extrañeza enorme pues me complace, como nunca, el atisbar en los otros una complacencia. Eso, que tan alejado está de la tarea solitaria del lector y del escritor, me ha conmocionado. Tras hablar con los dos por teléfono he roto en llanto y en una tremenda sensación de gratitud.
El jueves comenzaré el regreso a París, que no se acaba nunca. Ya mis pasos allí, mi memoria tomada por los recuerdos. Qué viveza siento cada vez que imagino los paseos por la ribera y los encuentros con los bulevares; los atardeceres en los jardines, acaso aquel café solitario en Sain-Germain-des-Près que dejé al socaire de los susurros de Borges. Regresaré al restaurante Polidor para saborear un pollo y un vaso de vino al tiempo que silabee las páginas iniciales de Cortázar y los fragmentos de mi querido Ernest en aquellas barras ya antiguas y baqueteadas. Paseos eternos, cafés insondables con un cuaderno y un bolígrafo. Todavía añoro aquella pueril entonación de querer vivir como los escritores sin norte, como quien espera el alba de no se sabe qué belleza. Vivir acomodado a la lectura y la escritura en aquellas habitaciones minúsculas para poder pasear por el Jardín de Luxemburgo. Recuerdo que me deslumbraron los puentes y que el puente del que se arrojó Celan me provocaba unas náuseas momentáneas. Las aguas del Sena, la piedra encendida del amanecer, la lengua francesa, los jardines, cementerios, bibliotecas...el paisaje desde Montmartre.
De todo ello pareciera alejarme lentamente, de todo incluidos la memoria. La certeza reside en seguir siendo, de continuo, un pasajero de sombras, un círculo irradiado que recorre lo ya vivido por la consciencia, una mera estación del ser fugitivo.