HAY ciclos dentro del ciclo de la vida. Estaciones de renovación y permanencia, episodios que figurarán tan solo en la leve memoria pero que fueron los causantes de ciertos cambios, de ciertas reconversiones, de los giros que finalmente deciden lo que queremos ser en ese instante; lo que anhelamos, lo que defendemos con soberbias manifestaciones en público y en alcobas.
Uno parece estar ajeno a ello hasta que se para a contraponer lo que hacía con lo que decía, a recordar cuáles fueron sus prerrogativas y cuáles son ahora sus rosarios habituales. Aquellos dioses de antaño han quedado en el púlpito del olvido o acaso relegados a meros mojones en el camino y en los años.
La idolatría es especular por naturaleza y de ello se desprende que nunca debemos tener ojos ciegos alrededor de lo que enfocamos. Tan solo cuenta la transparencia, lo natural, lo verdadero. Y estas propiedades no pueden explicarse, tan solo sentirse. No pueden definirse, tan polo percibirse. Creer en una cosa o en otra es cuestión del espíritu, de otra dimensión que poseemos pero que no conocemos en esencia. No hemos cumplido el ciclo completo para ello; somos figurantes y sombras. Una y otra realidad se solapan en la palabra que es verdadera, pero esa palabra tan solo llega a advertir, a atisbar, a ensoñar los ecos de esa matriz del origen. La poesía, en este sentido, es develo de la memoria primigenia, danza circundante de esa levedad.