CUANDO he vuelto a casa, he corrido como un loco al sótano, he localizado el libro y he comenzado a leer lo que se dice de las liebres en el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot. todo esto ha ocurrido porque me ha acompañado, durante casi todo el recorrido en bicicleta atravesando el trigo, una liebre. No se ha despegado de mis ruedas. aparecía y desaparecía. Asomaba las orejas y las escondía en el trigo rubio por el sol. De repente, se colocaba delante de mí y corría por el camino dando unos saltos espásticos, atléticos, zigzagueantes. La escena me ha llevado a la pintura de Durero y las palabras que dediqué a la portada del libro de Kapuscinski, Viajes con Heródoto.
Pero, más allá de todas estas serendipias, lo que me ha dejado embobado ha sido la definición que ofrece Cirlot: " En el sistema jeroglífico egipcio, signo de determinación del concepto Ser, simbolizando, en consecuencia, la existencia elemental". En el mundo chino es un animal de presagios, en la cultura hebrea la considera un animal inmundo, los griegos la relacionaban con Hécate, diosa lunar.
El campo mostraba una quietud prodigiosa, el trigo amarillea casi tostado, la tierra comienza a embeberse de sequedad y uno, atravesando la vida de las perdices, termina acompañado por una liebre. El hecho ha sido inusual, pues muchas veces se han cruzado en los caminos, pero esta ha querido seguirme o, quizás, ahora que lo escribo, he sido yo el que ha seguido el hilo de sus paso, el misterio de su pelaje y la rauda y lujuriosa soledad del campo.