QUÉ bella sería una historia natural de la sensibilidad, pero, a la vez, qué difícil escribirla. Cada uno tendría la oportunidad de engarzar todo aquello que, en algún momento, azuzó su sensibilidad, su espíritu, provoco un derrumbe y una transformación en su propia existencia. No sé por dónde comenzaría; quizás, en estas semanas, principiara el texto con algunas obras musicales que moldearon mi sensibilidad. Recuerdo las sinfonías de Brahms como una conmoción apabullante; también las de Mozart y, por supuesto, Beethoven. Más tarde llegaron Bach y un autor de especial calado en esta trama, Corelli. Si tuviera que buscar un símil con la música de algún autor para definir qué es la poesía diría sin dudas, Corelli.
Claro está que no podemos recluir el nacimiento de la sensibilidad a las disciplinas artísticas. Existe un elemento amniótico, natural, que nos conecta por completo con el ser, lo reactiva con su razón de existencia. Ese elemento que nos conforma nos ha ido conduciendo hacia lo que somos. Nuestros pasos resuenan en ese pentagrama ya encriptado de la sensibilidad.
En cada gesto, acaso en cada una de las acciones que realizamos, la sensibilidad nos guía. Aplacarla es una acción fallida. Leemos con el signo permanente de sus pasos en nosotros; amamos así en su nombre como correligionarios de su dictado. Ser es desarrollar lo sensible, lo que resulta al cerrar tus ojos en la postrera hora.
He querido conciliarme gracias a la sensibilidad en mis ojos. Para ello acudo a la Divina Comedia y comienzo a releer los versos. Espigo entre las páginas de las tres partes de la obra. En un lado y en otro, la música, la palabra que desvela, el laberinto de la soledad, sístole y diástole que me da vida.