UN hombre murió apaleado en la cárcel de Pavía, exactamente en el Ager paCalvetianus, en el año 524 o quizás en el 525. Había sido condenado por traición por Teodorico y y por un senado condicionado por las influencias del emperador. El hombre se había ganado el respeto gracias a su estudio, dedicación y culturas, pero entendió, como él manifiesta, que tras la lectura de Platón, quiso mantenerse en sus ideas. Esa posición le valió el destierro y posteriormente la muerte.
Sin embargo, ni Teodorico, ni los senadores que lo ajusticiaron han terminado formando parte de nada. Tan solo ese hombre, Anicius Manlius Severinus Boethius, alcanzó a escribir La consolación de la filosofía en aquellas condiciones decadentes. Un libro excepcional y básico en cualquier biblioteca que pretenda mantener el hilo de Ariadna de la cultura occidental. En sus páginas no observamos ni un solo reproche ni explicación a sus desgracias, tan solo un volcán de sensibilidad, poesía y belleza.
Sigo con la lectura de Una historia natural de la curiosidad de Alberto Manguel. Cuánto disfruto con este tipo de libros edificados sin más brújula que la propia consciencia de la lectura. Me arropo con las incursiones de lo que el autor considera curiosidades prohibidas, tal que las de Ulises en la obra de Dante, personaje no castigado por sus consejos maliciosos sino por querer ir más allá del límite.
Me quedo cavilando toda la tarde mientras la luz, atravesada por el levante, despierta unas emociones profundas y renovadas. Si algo demuestra la historia del arte, las manifestaciones literarias que aún perduran más allá de los días en que fueron concebidas, es que son obras de un solo hombre que, sumadas a otros hombres ilustres, nos definen, describen, elevan de condición.