LLEGA la noche y, a mi espalda, un enorme acantilado me sobrecoge el ánimo. La oscuridad se detiene ante mis ojos con una profundidad desconocida. Pareciera que mi cuerpo hubiera dejado de existir, tan solo el latido acordado del corazón en la noche establece un ritmo. Ese ritmo va, lentamente, acogiéndose a una música que ha comenzado a sonar. Acordes, armonía, la oscuridad va tornándose claridad a mis espaldas. El acantilado es una suerte de profunda tristeza interna del ser, de lo que Cioran llamaba "la tristeza metafísica" como lucha interna en el individuo. La lucha contra ella conduce a que el hombre deba estar negándose a sí mismo, no en relación con el mundo, sino en su sola presencia.
Como un faro invisible, como una aurora imaginada, como si todo hubiera quedado tan solo por de dentro, el mundo se hace concéntrico. Y de su centro es de donde surge la música que mueve el espíritu, un espíritu que no pertenece a esta forma corporal.
La soledad es fructífera y no se escuchan más voces que las del dictado interno que provoca esa música, esa lengua de Orfeo que percute en los oídos hasta hacerlos, con Rilke, un templo.
Llega la noche eterna, la noche de lluvias coposas en el corazón. La oscuridad profunda que es luz desnuda, la imaginación del vacío que es locura y embriaguez, el culto a la memoria del mundo, a la dimensión del mundo en un universo insospechado.
No funciona la razón y tiene uno el pálpito, nunca la certeza, de estar en comunión con un sujeto absoluto, en un tiempo sin memoria en que solo la música tiene una posición única y posible. Se deja de creer en la palabra, en los sentidos, en los individuos; tan solo la música ocupa el lugar del recuerdo y la memoria en la noche.
Y en ella me fundo hasta no ser nadie para serlo todo, para no dejar en nadie huella ni visión errónea, para tratar de seguir buscando, como siempre, en solitario, el origen perdido de la existencia, tan evidente en esa noche, tan nítido al canto verdadero de la estirpe de Orfeo, del centro indudable, de la razón luminosa.