EL libro de Ezra Pound lo sostengo en una mano, en la derecha, mientras que en la otra sostengo el cuerpo inquieto de F. Él trata de alcanzar con su mirada, la que decíamos que aún no matizaba las figuras ni los objetos, el cuerpo del texto, las letras, el negro rodeado de blanco.
Se queda observando de hito en hito y entonces me recorre una efusiva controversia: creo que interpreta lo que yo no alcanzo, que todo aquello le provoca una placidez y un entendimiento como hecho humano y no como manifestación verbal. Frente a su natural designio, mi torpeza interpretativa, frente a su desparpajo y arrojo, mi defensiva y pírrica lectura.
Y pasadas las horas trato de encontrar el trazo de la indolencia en sus acciones y de la nulidad de las mías. Acabo por entender que los textos ofrecen una postura en el mundo más allá de las paradójicas interpretaciones y sugerencias a los lectores y que el propio acto de leer (coger un libro, alzarlo a los ojos, silenciarse en el mundo) es ya una acción humana impropia.