F. explora el mundo, el alrededor, el sustancioso aire que lo envuelve. Para ello lanza sus manos, su diminutos dedos, aún sin la quietud de la madurez, sus dedos alterados y ávidos de la textura del mundo. Toca mi rostro para asegurarse de que está en el lugar de inicio, en el punto en que el ovillo todavía no se ha desanudado. Toca, retoca, manotea mi cara, ríe siempre con el látigo de la conmoción para mí.
Lo agarro y lo llevo al paisaje. Todos sus actos son reminiscencias del origen que perdimos; y no quisiera que él dejara nunca de tener en su seno ese arenal de inocencia, ese valle prístino e insondable que nos hace estar siendo por siempre.
Para él no existen los adverbios: nunca es siempre todavía. No existe más que el sonido gutural que ya asoma por su cuerpo de delicia. Sonidos que comunican plenamente, más que el articulado y oxidado verbo de adulto. Nos mira y nos lanza su voz de agua calma. Y vuelve a mostrar sus manos, sus manitas blancas como dulces almibarados, sus manitas de luz al viento que nos conmociona.
Y al cabo de todo, suena Wagner, lo hacemos sonar, Parsifal. Y él enmudece y sonríe, se extraña y lloriquea, como si estuviera entendiendo el significado, el símbolo primero de esa música que jamás nosotros podremos volver a desentrañar, la música de la vida pura, de la vida cabalgante, de la vida en sí.