TODA estación tiene su viajero infinito, escribía en el cuaderno Amarillo fulgor, mientras esperaba el tren que me llevara a Madrid. Esa noche había dormido poco, como de costumbre últimamente.
Al cabo de unos minutos, el andén comenzó a poblarse con el personal más variopinto.
Como es costumbre, arrojo mi atención a escuchar los diálogos ajenos, a entrometerme en las conversaciones para tratare de captar lo que Balzac llamaba la comedia humana.
Todavía en el vagón, sentía el leve bullicio que la babilonia anterior había dejado en mi memoria. las palabras del padre a la hija advirtiéndole de que la vida era una sola llamada y una entrega; los músicos tarareando la siguiente actuación después de una noche de concierto; el señor que se disponía a echar la peonada con su nevera; el abogado que mantenía con mirada nerviosa y serpenteante su incertidumbre... me había trastocado demasiado como para dejarlas pertrechadas en el olvido. Por unos momentos, quise convertirme en ese viajero infinito que no es nadie, como Uises, que sucede en la transparencia de todo sin ser nada.
A la llegada a Madrid el cielo, raso y turneriano, me acogió con su indudable manto de extrañeza. una extrañeza que me estimula cada vez que vuelvo a sus calles.
Lo primero de todo, Cuesta de Moyano. Allí pude leer Cántico de Jorge Guillén en primera edición así como una primera edición, exquisita y deliciosa, de los cuentos de García Márquez. Uslar Pietri, Ortega, Galdós y alguno por añadidura pudo uno leerlos en las ediciones príncipes como si se la maquinaria del tiempo se hubiera detenido. Entre tanto y tanto, se me fue el santo al cielo y tuve que correr para poder tomarme algo en la Plaza de Santa Ana mine tras comenzaba a leer mac y su contratiempo de Vila-Matas. Porque, como le sucede a Mac, pienso que soy un plagiario, un repetidor de textos leídos que se lleva a la vida, a sus días, el eco del espejo den que se sueña.