Acabo de comprar dos libros bien distintos pero que, en el fondo, son muy similares. Uno está escrito por un autor del que conozco su prosa y su estilo con convencimiento. Los cuadernos de Rembrandt, de J.J.L, muestra en la portada un grabado del pintor que se titula San Jerónimo escribiendo al pie de un sauce, de 1648. La imagen es una delicia que provoca, de momento, que uno tenga que comenzar a leer el libro sin remedio. El autor escribe un Ofrecimiento a los lectores futuros en que deja a las claras que su deseo se concentra y apunta al disfrute y al acompañamiento de algún modo.
Creo que un cuaderno de notas siempre es una compañía que intercede entre las soledades de dos espíritus. Por un lado, el errante escritor que lo sostiene; por otro lado, el casual lector que se acerca a su forma. Cuando uno concibe los diarios como una forma pura y exacta de literatura. Más allá de convenciones y filosofías, no puede uno mantenerse más tiempo como lector de otras bagatelas o de otras formas literarias excepto de la poesía y del derramamiento de un espíritu en soledad, aritméticamente solo ante la palabra.
Anida la esperanza en este autor de que algún lector ocioso deambule por sus páginas. No puede comenzar con mejor palabra que "curiosidad", que es la que principia la Metafísica, de Aristóteles. Y escribe, acaso por la estricta y formidable formación del autor, sin ambajes, con la mesura y la potencia de la palabra plena, como quien ofrece unas piras en el alba de la tontuna actual. Esta prosa, abigarrada y quieta, arranca con la presunción de culpablidad del yo que las guía y cita, para ello, a Pascal, en eso que el filosofo llamó odioso, para decir que el yo, ese misterio intrínseco, nos pierde siempre.
Es curioso. Un hombre escribe que el yo nos pierde siempre, cuando otro anota, sobre lo anotado, que el yo es el reino de la mansedumbre.
Anida la esperanza en este autor de que algún lector ocioso deambule por sus páginas. No puede comenzar con mejor palabra que "curiosidad", que es la que principia la Metafísica, de Aristóteles. Y escribe, acaso por la estricta y formidable formación del autor, sin ambajes, con la mesura y la potencia de la palabra plena, como quien ofrece unas piras en el alba de la tontuna actual. Esta prosa, abigarrada y quieta, arranca con la presunción de culpablidad del yo que las guía y cita, para ello, a Pascal, en eso que el filosofo llamó odioso, para decir que el yo, ese misterio intrínseco, nos pierde siempre.
Es curioso. Un hombre escribe que el yo nos pierde siempre, cuando otro anota, sobre lo anotado, que el yo es el reino de la mansedumbre.
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El otro libro del que hablaba se titula La luz es más antigua que el amor, de R.M.S. Lo he comprado porque comencé a espigar entre sus páginas, inocentemente,tras leer un par de párrafos felices y repletos, extraños en este tiempo de poca densidad narrativa. Los he leído sin desmayo, de pie, -como leo últimamente- y no he hecho otra cosa que cerrarlo y meterlo en la maleta después de haberlo pagado. Cuando hube salido de la librería, sentí que necesitaba leer algunos pasajes más de este volumen. Realmente me importan poco los autores y las editoriales, sólo me convencen las palabras: “El hombre pinta porque el hombre no es solo naturaleza, también es cultura”. Frases, sentencias, retales que hilvanan un trayecto del que me siento atraído, porque toda la literatura que pretende justificar la literatura, toda palabra que abrigue a la palabra misma, toda ficción que supure ficción, es bienvenida en este umbral y en este páramo del yo que me pierde, como me pierden la pintura en la pintura, de Velázques, o la música en la música, de Bach.
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