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Como en el poema de Eugenio Montale, "El sueño del prisionero": “Albas y noches, aquí, apenas se distinguen”. Albas y noches conjugadas en una suerte de estancia en que los límites han sido abolidos por lo vacuo. En esta espera, han vuelto a merodear las ambiciones religiosas de antaño, las ambiciones y las plegarias en que me cobijaba cuando aprendí de Dios que el hombre era el todo. Llevo un tiempo de tanteo en el ostracismo del espíritu, porque la sociedad me produce náusea, peste y caída. En esa caída, cada vez más profunda, he vuelto a arrancar las hierbas que crecieron alrededor de las creencias. Quizás es el momento de extirparse del tiempo en que vivimos y de la ambición científica y tecnológica, y buscarse entre malvas y azucenas, dolorido, eso sí, pero iluso y descarnado, como son los hombres al comienzo.
Sólo creo en el individuo que fue porque el que está siendo me resulta infame y repleto de demasiadas aspiraciones decorativas. El individuo en sí, cargado de sus faltas y torpezas, de sus deseos proyectados como olivos en el campo, de sus anhelos eternos y su inteligencia de eclipse. No creo en el hombre de ahora ni en el futuro del hombre, sólo en cada uno de nosotros con sus fidelidades. Con Rubén Darío, hambre de espacio y sed de cielo.
Desvinculare de lo que la masa va modelando cn sus tentáculos ciegos. La religiosidad entendida como un estado del ser necesario para defeder lo permanente, sin más aristas que las individuales, sin más espadas que la palabra sentida, sin más ceremnias que los juegos internos.
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