jueves, 7 de octubre de 2010

No hay una experiencia tan profunda como escribir poesía. Llevo varios meses sin escribir versos, ni siquiera pienso en escribirlos porque me observo incapaz de esa tarea. Sin embargo, cuando vuelvo a leer poesía de continuo, a leer versos de poetas admirados, sucede lo que a las encinas, que en silencio crecen y viven las ansias escondidas.
Noto que alguna sensación va gestándose lentamente aunque sin saber para qué ni cuándo. No hay espacios para la escritura poética más que el de la palabra, como no los hay para el amor más allá de la geografía del cuerpo que amamos. No hay tiempo para la poesía más que el del silencio trasmutado, como no hay sinfonías grises para la epidermis de la noche.
A pesar de mí mismo, va germinando una decadente actualidad poética que me invade. Leo menos y sólo mantengo vivo el diario. Es el único espacio en que se mantienen vivas mis constantes vitales, ya que la náusea, la náusea física (la única verdadera) nos rebaja y humilla hasta lo mínimo.

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Al final de la agenda, en un rincón de la misma, se amontona un puñado de sentencias y aforismos de personajes ilustres. Eso me llama la atención y me detengo a leerlas con ansiedad. Las han llamado frases célebres y sus autores van desde Rosseau, Stendhal hasta Erasmo o Cicerón. Ninguna de ellas llega a deslumbrarme o a atraerme, ya que están muy centradas en el tema político y ético. Con estos mimbres, y dadas la lectura inicial, intento extraer de ellas algún aspecto que me valga para escribir la lectura mientras espero al tren, aquí en la estación, a las seis de la mañana. Caso imposible, porque esta mañana, el discurso del día es el único que percibo y que me retiene, que me invade con su bárbara cabellera de soles y tumbas.
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Ayer, por la tarde, cuando terminé de leer el libro de Thomas Mann, no tuve más remedio que tirarme al suelo con los brazos en cruz. Lo hice en el sótano sin que M. pudiera ver el acto surrealista que tanto me satisfizo. Lo que no intuí fue que, hoy, en el almuerzo, M. no dejara de hacer referencia al libro de Thomas Mann y a que alguien, alguna vez, se había tirado al suelo, con los brazos en cruz en el sótano de su casa. Cuando ella lo recordó, no tuve más remedio que traer de la memoria el libro de Thomas Bernhard, Sótano, y recordar que Thomas, siendo joven y tras leer el libro de Adrian Leverkun, cayó al suelo colapsado por la belleza y la sublimidad que se encerraban en la obra.

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