miércoles, 27 de octubre de 2010

Toda una vida, o al menos, una veta sentimental de una vida, cabe en un poema. Tal es la dilatación que provoca la palabra poética en la realidad, tal es su poderosa y letal posición sobre el mundo, que lo desbroza y transforma en un solo verso, acaso, en una palabra que brote plena. Algo similar sucede con la prosa limpia y natural de Cervantes o con las exploraciones del espíritu de Shakespeare, pero, igualmente, lo provocan los poemas de Rilke,el teatro de Calderón o los libros de Homero. Ellos mismos, en sí, sin más, han cercenado el mundo con tan solo las palabras, con tan sólo con el uso de las palabras que articulan una mastodóntica creación del intelecto. En ese ejercicio, en que el mundo sublevado se muestra ridículo, estamos todos los hombres, porque la lectura está abierta a cualquier espíritu y a cualquier hombre. Lástima que, con el tiempo, sean menos los que precipiten sus días a la clarividencia de los veros de Virgilio o a la sosegada estación de fray Luis.

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La literatura debería enseñarse como una disciplina independiente.
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No todos los lectores pueden ser profesores de literatura, pero los buenos profesores de literatura son excelentes lectores.

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