domingo, 10 de octubre de 2010

En Málaga, insiste el cielo en confundirse con el mar en un gris de Peloponeso mientras escribo en la terraza de un piso que nos ofrece vistas al mar de forma sesgada e intuitiva. Parece la pupila de Homero este mar, cegado de azul grisáceo. Aunque el mar jamás se ofrece entero, al completo, como la poesía, más bien siempre parece estar presente como una imagen especular de la que sabemos que faltan demasiados elementos para comprenderla. El mar está quieto y en sosiego, como lo están los versos de Leopardi, y sólo el rumor de una fuente recóndita lo inunda todo con su discurso de hielo.
Esta visita a Málaga nos ha ayudado a evadirnos de la cotidiana rapidez y de la malévola presencia del absurdo que atravesaba los días con demasiada presencia. A alcanzar el ritmo sinuoso de lo lento, de lo que percute en lo constante, es decir, en nosotros mismos. Últimamente, la vida sólo pronuncia sus miserias y su presencia es tan ajena y distante, como lo son los días en claro. Nos abofetea la vida a través de los seres que la habitan y nos rodean. Ante ese golpe, ay, sólo nos hospeda la poesía.

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Llegamos a la ciudad el viernes demasiado cansados como para poder recorrer sus calles y sus plazas. Nos esperaba la poesía y esa circunstancia me crea una inestabilidad emocional y una puesta en abismo de la que no logro sobreponerme hasta que no pasan unos días. Durante el trayecto, fui pensando en las palabras que mejor definieran la poesía sin contar, por supuesto, con el poeta. Pensaba en hablar de la poesía desgajada del autor, del libro, de la concepción subjetiva. Porque es común que el poeta confunda la poesía con su poesía, que confunda su opinión con la categoría que sostiene este género milenario. Sin embargo, he comprobado que, cuando comparto estas confidencias con amigos y allegados con los que me compenetro, toda intranquilidad y nerviosismo desaparecen. Así, junto a J.S.M y J.C, pude disfrutar de las palabras elogiosas de uno en la cercanía y de las precisiones de otro después de la participación. Sin duda, la experiencia ayuda a desvelar las carencias y con estos amigos las carencias ululan desde el inicio con llamadas a la lectura y el pensamiento. Luego, en la cena, palabras, opiniones, apriorismos conjugados con la benevolencia de los comensales. Mientras tanto, flotaban en la librería, perduraban en las paredes repletas de volúmenes, algunas propuestas que, como un lápiz que había colgado en la pared, serán materia del olvido hasta que la mina no lo escriba y lo deposite en la memoria.

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De entre todos los libros que he leído de M. Vargas Llosa, destaco siempre dos ensayos, Historia secreta de una novela y, sobre todos, Cartas a un joven novelista, ya que, desde entonces aprendí que convivo con una solitaria en los intestinos. Por tanto, todo el material diario y el trabajo literario le pertenecen a un organismo que me habita, que me obliga a leer para ella y que me hace escribir, a diario, metódicamente, sólo para su regocijo. Soy títere de una solitaria. De esta forma, más que el aprendizaje de las técnicas narrativas y de los narradores, del discurso moderno y total de sus novelas, la enseñanza mayor es ética: Vargas Llosa es un escritor por encima de cualquier circunstancia.

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De la poesía que se escribe en estos años poco me interesa, un puñado de autores notables. Ni el misterio, ni la intensidad ni el encanto. Todas estas palabras han caído en desuso por los poetas, por los que prefieren escribir como si estuvieran hablando con un amigo por teléfono o como si todo fuera un ensayo que se escribe para que alguien te lo corrija o, con suerte, alguien inserta algún chiste o gracieta con que aliña el verso desvaído. Falta determinación, disciplina, inteligencia. Falta poesía, digo.

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